Iglesia Natividad de María de Ichuac
(Chiloé-Chile 1880)
Patrimonio mundial de UNESCO
Publico en español el apartado IV del
artículo de don Enrico Finotti In conspectu divinae maistatis tuae. Don
Finotti, nos ofrece en estas líneas una recta comprensión del concepto de noble
sencillez, aquella que el Concilio Vaticano II pidió que resplandeciera en los ritos litúrgicos (Ritus
nobili simplicitate fulgeant). También se detiene a mostrar cómo una
interpretación ideológicamente sesgada de esta expresión está a la base de un
brutal empobrecimiento de la liturgia que ha opacado de modo considerable la idea de la Majestad de Dios en el culto.
El concepto de noble sencillez Don Enrico Finotti
Fuente: liturgiaculmenetfons.it (p.6)
La Constitución litúrgica Sacrosanctum
Concilium habla de noble sencillez:
Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez,
deben ser breves, claros evitando las repeticiones inútiles; adaptados a la
capacidad de los fieles, y, en general, no deben tener necesidad de muchas
explicaciones (SC 34).
Esta afirmación recomienda, en realidad,
una vuelta al Rito Romano antiguo y clásico que, según el genio romano, tiene
características bastante singulares y admirables: oraciones breves, gestos
solemnes y ritos majestuosos en su sencillez lineal. En este sentido, el Rito
Romano es un modelo excelso que debe inspirar la liturgia de todo el Orbe. Roma,
en efecto, conduce toda la Iglesia a lo esencial del dogma y a la forma más
noble del culto.
Ahora bien, la simplificación de los
ritos y su mayor inteligibilidad por parte de los fieles ha sido un objetivo
constante de la Iglesia que, a lo largo de los siglos, siempre ha velado por su
participatio actuosa (activa participación). La cuestión se trató
explícitamente en el Concilio Tridentino, aunque debió resolverse en el
contexto apologético de la herejía luterana.
Quienes, bien formados y dóciles a las
indicaciones graduales de la Iglesia, se pusieron a trabajar en una aplicación
inteligente de la reforma litúrgica obtuvieron los frutos esperados y los
fieles se beneficiaron de la mesura de sus pastores. Sin embargo, muchos otros,
obcecados por la ideología del progresismo indiscriminado, no respetaron los
límites señalados y, en nombre de una noble simplicidad, socavaron el
edificio litúrgico, alterando su estructura y alienando o modificando sus
elementos internos. Y así, una creatividad temeraria despojó de inmediato toda
sacralidad; abandonada la gravitas sacerdotal y el necesario protocolo de
las rúbricas, se extinguió la percepción de la Majestad divina. En realidad, ni
siquiera el novus Ordo Missae prescinde de la devoción interior y de la
veneración exterior, de la gravedad del gesto, del andar solemne, de la
genuflexión y de la profunda inclinación que corresponde coram Deo. Las
manos juntas, el silencio, la pronunciación grave y el canto melódico son
actitudes siempre necesarias para manifestar cómo se debe estar ante la
Majestad de Dios. Abandonar todo esto en nombre de la sencillez o de una
supuesta autenticidad está muy lejos del camino justo que introduce en la
verdadera ars celebrandi.
Un ulterior pasaje de la Constitución
litúrgica Sacrosanctum Concilium debe ser considerado:
Los Ordinarios, al promover y favorecer un arte
auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera
suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación
sagrada (SC 124).
En segundo lugar, el Concilio quiso
también asegurar un mayor cuidado y calidad de los ritos sagrados para que nada
impropio, inútil o mediocre empañara la pureza y nobleza de los santos
misterios:
Procuren cuidadosamente los obispos que sean
excluidas de los templos y demás lugares sagrados aquellas obras artísticas que
repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido
auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por
la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte (SC 124).
Este oportuno llamamiento, allí donde se
aplicó con competente equilibrio y sentido común, ha producido una auténtica
reforma inspirada en una mayor belleza y calidad en el arte sagrado y en los
ritos litúrgicos, alentada también por una sensibilidad paralela del Estado que
ha colaborado con competencia en la restauración y conservación de los bienes
artísticos de la Iglesia. Desgraciadamente, una visión ideológica desvió la
justa medida, provocando un expolio sistemático de la tradición artística y ritual
consagrada a lo largo de los siglos, como si el pasado, por ser pasado, debiera
ser demolido y sustituido totalmente por la modernidad.
Sobre todo, con el recurso a expresiones
conciliares como evitar la mera suntuosidad o buscar una noble
belleza, se quitó todo aspecto de riqueza y solemnidad. El barroco fue
especialmente incriminado y sus expresiones consideradas del todo
anticonciliares. Se contrapusieron, en cambio, espacios, mobiliarios y
ornamentos absolutamente de escaso valor, a veces hasta el disgusto. Las ricas
vestiduras, preciosas y espléndidas, fueron abandonadas hasta el punto de
incomodar su uso e incluso su conservación. Un inmenso patrimonio de fe y
cultura se olvidó de repente; se causaron daños irreparables a las sacristías y
se vaciaron los armarios. También causó un efecto problemático la decisión de
la Capilla Papal (sobre todo en los primeros años de la reforma) de despedirse
por completo y de inmediato de los ornamentos antiguos para adoptar el gusto
moderno.
Todo esto fue percibido como una orden
al despojo total de la solemnidad y de la excelencia ligadas a la
trascendencia. Pero con esto se produjo el colapso total de la majestad de los
ritos: en lugar de orientarse a la majestad del Todopoderoso ante quien había
que comparecer con suprema dignidad, ahora debían ser funcionales, solo al
servicio horizontal de la asamblea y a un mero carácter didáctico. Cayó el
papel del sumo sacerdote y tomó el relevo el animador del culto. Las vestiduras
sagradas se convirtieron en distintivos para el servicio y perdieron su
carácter sagrado que volvía a los ministros dignos de acceder a la Majestad de
Dios. La desaparición de las oraciones para revestirse quitó a los ornamentos
su carácter sacramental, que debía significar el revestirse con las virtudes
celestiales de los que se preparaban para asumir con piedad las vestiduras
simbólicas. El ícono del espléndido vestido del sumo sacerdote Arón, que estaba
siendo preparado con esmero para acceder a la majestad de Dios (cfr. Ex 39), se
evadió por completo: el sacerdote se convirtió en un director de escena.
En este contexto, no es de extrañar que
los sacerdotes se molesten en llevar ornamentos antiguos y preciosos, que se
sientan incómodos de llevarlos con dignidad ante el pueblo, que se sientan casi
humillados por un supuesto juicio de conservadurismo y de extrañeza frente a
las exigencias pastorales del momento. Pero ante esta situación tan modesta,
espontánea, libre y funcional, como se suele decir, ¿cómo podrá estar presente
en el sacerdote y en el pueblo que lo observa, el sentido de la divina Majestad?
¿Tendrá que resignarse Dios mismo al bajo perfil de sus ministros y aprobar ese
gris monótono de sus ritos para ser acogido y escuchado? Decididamente no. Dios
permanece Majestad infinita y el Kyrios se sienta con majestad a la
derecha del Padre, y su mirada no puede sino llamar a sus sacerdotes y al
pueblo entero a la noble belleza de los padres que, al comprender correctamente
su sentido, sabían que la pobreza se detiene a los pies del altar. En efecto, como
dice el salmo: Delante de Él la majestad y la magnificencia, en su
santuario la fortaleza y el esplendor (Sal 95, 6).