El vínculo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la
llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los
Evangelios: "Mientras caminaba a
orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano
Andrés, que echaban las redes al mar, porque eran pescadores. Entonces les
dijo: "Seguidme, y os haré
pescadores de hombres"" (Mt 4, 18-19; Mc 1, 16-17). El cuarto
evangelio nos revela otro detalle importante:
en un primer momento Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos
muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel,
que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la realidad de la
presencia del Señor.
Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y
un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como "el cordero de
Dios" (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a otro discípulo cuyo
nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó "cordero de
Dios". El evangelista refiere:
"Vieron dónde vivía y se quedaron con él" (Jn 1, 37-39).
Martirio de San Andrés, Pedro Pablo Rubens
Así pues, Andrés disfrutó de momentos extraordinarios
de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación
significativa: "Uno de los dos que
oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón
Pedro. Encontró él luego a su hermano Simón, y le dijo: "Hemos hallado al Mesías", que
quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús" (Jn 1, 40-43), demostrando
inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común.
Andrés, por tanto, fue el primero de los Apóstoles en
ser llamado a seguir a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia
bizantina le honra con el apelativo de «Protóklitos», que significa
precisamente «el primer llamado». Y no cabe duda de que por la relación
fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de
Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas.
Para subrayar esta relación, mi predecesor el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó
la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces conservada en la basílica
vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia,
donde, según la tradición, fue crucificado el Apóstol.
Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente
el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, que nos permiten conocer algo más
de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea,
cuando en aquel aprieto Andrés indicó a Jesús que había allí un muchacho que
tenía cinco panes de cebada y dos peces:
muy poco —constató— para tanta gente como se había congregado en aquel
lugar (cf. Jn 6, 8-9). Conviene subrayar el realismo de Andrés: notó al muchacho —por tanto, ya había planteado
la pregunta: "Pero ¿qué es esto
para tanta gente?" (Jn 6, 9)— y se dio cuenta de que los recursos no
bastaban. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la
multitud de personas que habían ido a escucharlo.
La segunda ocasión fue en Jerusalén. Al salir de la
ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo de los poderosos muros
que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra
sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le
preguntó: "Dinos cuándo sucederá
eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse"
(cf. Mc 13, 1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante
discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando
a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre
una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos
tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar
dispuestos a acoger las enseñanzas, a veces sorprendentes y difíciles, que él
nos da.
Los Evangelios nos presentan, por último, una tercera
iniciativa de Andrés. El escenario es también Jerusalén, poco antes de la
Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan— habían ido a la
ciudad santa también algunos griegos, probablemente prosélitos o personas que
tenían temor de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de la Pascua.
Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y
mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor
a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el evangelio de
Juan, pero precisamente así se revela llena de significado. Jesús dice a los
dos discípulos y, a través de ellos, al mundo griego: "Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12, 23-24).
¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús
quiere decir: sí, mi encuentro con los
griegos tendrá lugar, pero no se tratará de una simple y breve conversación con
algunas personas, impulsadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, que
se puede comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora
de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el "grano de trigo muerto" —símbolo
de mí mismo crucificado— se convertirá, con la resurrección, en pan de vida
para el mundo; será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con
el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que
hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y
del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia
de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de
su Pascua.
Juan y Andrés siguen al Maestro
por indicación del Bautista
Según tradiciones muy antiguas, Andrés, que transmitió
a los griegos estas palabras, no sólo fue el intérprete de algunos griegos en
el encuentro con Jesús al que acabamos de referirnos; sino también el apóstol
de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés. Esas tradiciones nos
dicen que durante el resto de su vida fue el heraldo y el intérprete de Jesús
para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando
por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, en cambio, fue el
apóstol del mundo griego: así, tanto en la vida como en la muerte, se presentan
como auténticos hermanos; una fraternidad que se expresa simbólicamente en la
relación especial de las sedes de Roma y Constantinopla, Iglesias
verdaderamente hermanas.
Una tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la
muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el suplicio de la
crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió
ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su caso se trató de una
cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que
por eso se llama "cruz de san Andrés".
Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—,
titulado "Pasión de Andrés", en esa ocasión el Apóstol habría
pronunciado las siguientes palabras:
"¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te
has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas!
Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en
cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes
saben cuánta alegría posees, cuántos regalos tienes preparados. Por tanto,
seguro y lleno de alegría, vengo a ti para que también tú me recibas exultante
como discípulo de quien fue colgado de ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que
recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!... Tómame y
llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti
me reciba quien por medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí,
verdaderamente, ¡salve!".
Como se puede ver, hay aquí una espiritualidad
cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un instrumento de
tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al
Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Debemos aprender aquí una lección
muy importante: nuestras cruces
adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de
Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también
nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.
Así pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a
Jesús con prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18), a hablar con entusiasmo de él a
aquellos con los que nos encontremos, y sobre todo a cultivar con él una
relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en él podemos
encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.
Fuente: vatican.va