En este conmovedor texto de sus Confesiones, San Agustín nos cuenta el duelo interior de su alma por la pérdida de su santa madre.
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«Cerraba yo sus ojos, más una tristeza inmensa afluía a mi corazón, que ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, ante la orden imperiosa de mi alma, reabsorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; pero calmado por todos nosotros, calló. De ese modo aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, también era acallado por la voz adulta, la voz de la mente. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida que son argumentos de seguridad.
¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?
Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la menor palabra dura o contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso, porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya.
Calmado, pues, que fue el llanto del niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar —respondiéndole toda la casa— el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor. Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.
Pero en tus oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de suceder por el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.
Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, lo acompañamos y volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el Sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, pero sí anduve todo el día interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se alimentan ya de vanas palabras.
Asimismo, me pareció bien tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño venía de los griegos, quienes le llamaron balánion (= arrojo), por creer que arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí —lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos!— que, habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme. Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.
Después me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos verídicos de tu Ambrosio. Porque
Tú eres, Dios, creador de cuanto existe, del mundo supremo gobernante, que el día vistes de luz brillante, de grato sueño la noche triste;
a fin de que a los miembros rendidos el
descanso al trabajo prepare, y las mentes cansadas repare, y los pechos de pena
oprimidos.
Pero de aquí que poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas a las lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.
Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y no se burle de mí, si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre recién muerta entonces ante mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese para los tuyos; antes bien, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo».
(San Agustín, Confesiones, L. IX, c. 12).