Señora,
al pie de la cruz te viste privada hasta de los más mínimos consuelos. Luego de
presenciar la crueldad de la crucifixión, miraste cómo los soldados se
repartían las ropas de tu Jesús y sorteaban su túnica; una túnica fina, de una
sola pieza, quizá tejida con tus propias manos virginales. Te invadió el deseo
de conservarla como reliquia sagrada, como recuerdo póstumo de los innumerables
momentos pasados junto a tu Hijo. Pero ya ves, Madre dolorosa, que en la cima
del Gólgota no hay piedad alguna para Cristo y los suyos. A nadie se le ocurre
ofrecer la túnica del ajusticiado a su madre allí presente. Envuelta a toda
prisa es guardada en el saco inmundo de un afortunado soldado. Para ti Señora
no hay consuelo alguno: el expolio de tu corazón es total. Dios también te pide
sorber el cáliz de la pasión hasta el extremo. Como una madre que en medio de
fuertes dolores se prepara a dar a luz un hijo, así también tú, al pie de la
cruz, en medio de un profundo dolor y desamparo, te dispones a engendrar otra
vez el nuevo cuerpo de Cristo: la Iglesia. Pero ahora, Madre y Reina admirable, no
permitas que el Cuerpo Místico de tu Hijo sea despojado de sus celestiales
vestiduras.
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