Extracto
de la Encíclica Sacerdotii Nostri
Primordia de su Santidad Juan XXIII, en el centenario del tránsito del
Santo Cura de Ars. (1 de agosto de 1959)
“En
la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a la oración silenciosa y
prolongada ante el altar. La adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de
gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica
por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan sucesivamente al
sacerdote a un mayor amor hacia el Divino Maestro, al que se ha entregado, y
hacia los hombres que esperan su ministerio sacerdotal. Con la práctica de este
culto, iluminado y ferviente, a la Eucaristía, el sacerdote aumenta su vida
espiritual, y así se reparan las energías misioneras de los apóstoles más
valerosos.
Es
preciso añadir el provecho que de ahí resulta para los fieles, testigos de esta
piedad de sus sacerdotes y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles
oren con devoción —decía Pío XII al clero de Roma— dadles personalmente el
primer ejemplo, en la iglesia, orando ante ellos. Un sacerdote arrodillado ante
el tabernáculo, en actitud digna, en un profundo recogimiento, es para el
pueblo ejemplo de edificación, una advertencia, una invitación para que el
pueblo le imite» (Discurso, 13 de marzo
1943: AAS 35 (1943), 114-115). La oración fue, por excelencia, el arma
apostólica del joven Cura de Ars. No dudemos de su eficacia en todo momento.
Mas
no podemos olvidar que la oración eucarística, en el pleno significado de la
palabra, es el Santo Sacrificio de la Misa. Conviene insistir, Venerables
Hermanos, especialmente sobre este punto, porque toca a uno de los aspectos
esenciales de la vida sacerdotal.
Y
no es que tengamos intención de repetir aquí la exposición de la doctrina
tradicional de la Iglesia sobre el sacerdocio y el sacrificio eucarístico; Nuestros
Predecesores, de f.m., Pío XI y Pío XII en magistrales documentos, han
recordado con tanta claridad esta enseñanza que no Nos resta sino exhortaros a
que los hagáis conocer ampliamente a los sacerdotes y fieles que os están
confiados. Así es como se disiparán las incertidumbres y audacias de
pensamiento que aquí y allá, se han manifestado a este propósito.
Mas
conviene mostrar en esta Encíclica el sentido profundo con que, el Santo Cura
de Ars, heroicamente fiel a los deberes de su ministerio, mereció en verdad ser
propuesto a los pastores de almas como ejemplo suyo, y ser proclamado su
celestial Patrono. Porque si es cierto que el sacerdote ha recibido el carácter
del Orden para servir al altar y si ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio
con el sacrificio eucarístico, éste no cesará, en todo el decurso de su vida,
de ser la fuente de su actividad apostólica y de su personal santificación. Y
tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.
De
hecho, ¿cuál es el apostolado del sacerdote, considerado en su acción esencial,
sino el de realizar, doquier que vive la Iglesia, la reunión, en torno al
altar, de un pueblo unido por la fe, regenerado y purificado? Precisamente
entonces es cuando el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha recibido,
ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación
realizada sobre el Calvario para la redención del mundo y para la glorificación
de su Padre. Allí es donde reunidos ofrecen al Padre celestial la Víctima
divina por medio del sacerdote y aprenden a inmolarse ellos mismos como
«hostias vivas, santas, gratas a Dios» (Rom
12, 1).
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