Al hablar de las cualidades de Cristo resucitado, Tomás de Aquino presenta una serie de razones
–en su mayoría tomadas de los Padres de la Iglesia- con objeto de fundamentar
teológicamente la conveniencia de que el cuerpo de Cristo resucitara con las
llagas o cicatrices de la pasión. Estos argumentos arrojan un haz de luz sobre nuestros corazones, ayudando
a comprender por qué los santos de todos los tiempos han quedado cautivados por
estas heridas de Cristo y han hecho de cada una de ellas un espléndido e insustituible refugio.
“Fue
conveniente que en la resurrección, el alma de Cristo tomase el cuerpo con las
cicatrices.
Primero, por la gloria del
propio Cristo. En efecto, dice San Beda que conservó las cicatrices no por la
impotencia de curarlas, sino para llevar siempre consigo las señales de su triunfo.
Y por esto mismo dice San Agustín que tal
vez en aquel reino veremos en los cuerpos de los mártires las cicatrices de las
heridas que sufrieron por el nombre de Cristo; no será en ellos una deformidad
sino un dignidad; y brillará en su cuerpo cierta belleza, no del propio cuerpo
sino de la virtud.
Segundo, para confirmar los corazones
de los discípulos en lo tocante a la fe de su resurrección.
Tercero, para mostrar siempre
al Padre, en sus ruegos por nosotros, qué género de muerte sufrió por el
hombre.
Cuarto, para dar a conocer a
los redimidos con su muerte cuán misericordiosamente habían sido socorridos,
poniéndoles delante las señales de esa misma muerte.
Finalmente, para anunciar en el
juicio cuán justamente son condenados. Por esto dice San Agustín en el libro “Sobre
el Símbolo”: Cristo sabía la razón de conservar las cicatrices en su cuerpo.
Así como las mostró a Tomás, que no estaba dispuesto a creer sin tocar y ver,
así también habrá de mostrar sus heridas a los enemigos, para que,
convenciéndolos, la Verdad les diga: He aquí el hombre a quien crucificasteis.
Veis las heridas que le hicisteis. Reconocéis el costado que atravesasteis.
Porque por vosotros, y por vuestra causa, fue abierto; pero no quisisteis entra”
(S. Th., III, q. 54, a.4 c.).
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