Teresita
de Lisieux, siempre consciente del abismo que la separaba de los grandes
santos, nunca perdió la esperanza de encontrar un camino corto que la condujera
pronta y fácilmente a la fascinación por Cristo, que era todo su anhelo. Dos
textos de la Escritura le mostrarán el camino que buscaba: Si alguno es pequeño, que venga a mí (Prov 9, 4); Como una madre
acaricia a su hijo, así yo os consolaré, os llevaré en mi regazo y os meceré
sobre mis rodillas (Is 66, 13). Y de pronto se abre ante sus ojos todo el
camino de la infancia espiritual: hacerse niña delante de Dios para que sea Él quien
haga las cosas, tal como un buen padre o una buena madre le hacen todo a sus
hijos pequeños y desvalidos. He aquí su propio testimonio: “Sabéis, Madre mía, que siempre he deseado ser santa. Pero ¡ay!,
cuantas veces me he comparado con los santos siempre he comprobado que entre
ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde
en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.
Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma:
Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi
pequeñez, puedo aspirar a la santidad… Pero quiero hallar el modo de ir al
cielo por un caminito muy recto, muy corto, por un caminito del todo nuevo.
Estamos en el siglo de los inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de
subir los peldaños de una escalera; en las casas de los ricos el ascensor la
suple ventajosamente. Pues bien, yo quisiera encontrar también un ascensor para
elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de
la perfección”.
Es
entonces cuando lee y medita los textos de la Sagrada Escritura citados arriba
y exclama inundada de gozo: “¡Ah, nunca
palabras más tiernas, más melodiosas, me alegraron el alma! ¡El ascensor que ha
de elevarme al cielo son vuestros brazos, oh Jesús! Por eso, no necesito
crecer, al contrario, he de permanecer pequeña,
empequeñecerme cada vez más” (Ms C Fol. 2v°).
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