«Vosotros
sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y yo dispongo del reino
en favor vuestro» (Lc 22, 28),
prometía Jesús a los suyos en la intimidad del Cenáculo. La gracia de
permanecer fiel junto a Cristo en medio de las tribulaciones para testimoniar así
su amor y soberanía sobre todas las cosas, es el deseo que se alberga en el
corazón de todo mártir; deseo tanto más conmovedor cuanto más vehemente es. A
lo largo de su historia nunca ha faltado a la Iglesia el adorno precioso del
martirio, ni la disposición de tantos de sus hijos a este supremo testimonio de fe y caridad. En el Siglo XVII nos topamos con este valeroso ejemplo:
«D
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urante
dos años –escribía San Juan de Brébeuf– he sentido un continuo e intenso deseo
del martirio y de sufrir todos los tormentos por el que han pasado los
mártires.
Mi
Señor y Salvador Jesús, ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de
tu mano la copa de tus dolores, invocando tu nombre. Prometo ante tu eterno
Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante
los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y
el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que
nunca me sustraeré, en lo que de mi dependa, a la gracia del martirio, si
alguna vez, por tu misericordia infinita me la ofreces a mí, indignísimo siervo
tuyo.
Me
obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el
declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que
juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me
comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento,
con el máximo contento y alegría; por eso, mi amantísimo Jesús, movido por la
vehemencia de mi gozo, te ofrezco ya ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para
que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste
morir por mí. Haz que viva de tal modo, que merezca alcanzar de ti el don de
esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa
de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús»! (De los apuntes espirituales de san Juan de Brébeuf, presbítero y mártir. The Jesuit Relations and Allied Documents, The Burrow Brothers Co, Cleveland
1898, 164)
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