El
14 de septiembre de 1964, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, se iniciaba
en Roma la tercera sesión del Concilio Vaticano II. Una novedad de esta tercera
etapa conciliar sería su misa de inicio: una solemne concelebración -la primera- en
el altar de la Basílica vaticana presidida por el Papa Pablo VI, acompañado de
24 concelebrantes de las más variadas partes del mundo. Una ceremonia hasta
entonces casi desconocida y que venía a representar como un primer estreno de
la reforma litúrgica en marcha.
El joven sacerdote español, José Luis Martín Descalzo, entonces corresponsal de prensa en la asamblea conciliar, nos ha dejado un sorprendente relato de sus
impresiones sobre tal acontecimiento. Con el entusiasmo tan propio del clero de
aquella década, escribe: “¡Dios Santo, y que hubiéramos perdido esta maravilla!
Cierro los ojos-ahora que es de noche- y veo aparecer en mi imaginación la
blanca mesa cuadrada. En torno a ella tienden sus manos 25 hombres, dicen al
unísono las mismas palabras, hacen un único milagro, son una única Iglesia.
¡Dios mío, y que hubiéramos perdido este prodigio!”. A juzgar por los
testimonios gráficos hoy disponibles y cierta objetividad que suele dar el paso del
tiempo, debo confesar que tal celebración está muy lejos de suscitar en mí las
emociones vividas por el padre Martín Descalzo y narradas con candor casi
infantil. En efecto, ese círculo que se cierra sobre sí mismo en torno al
altar-mesa, ¿no era quizá la expresión litúrgica de una Iglesia que comenzaba a mirarse demasiado a sí misma? En todo caso, aun reconociendo el
impacto emocional de quienes vivieron ese momento, la Eucaristía así celebrada
–con la perspectiva de medio siglo transcurrido- me parece escasa en belleza litúrgica y pobre de sentido sagrado.
Entrada inspirada en www.germinansgerminabit.org. Capítulo
23: Olor a Jueves Santo (22/05/2010)
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