«El cardenal Robert Sarah, escribió su amigo e interlocutor Nicolas Diat, es un maestro espiritual extraordinario. Un hombre grande por su humildad, una guía firme y suave, un padre que no se cansa nunca de hablar del Dios al que ama... Es un compañero de Dios, un hombre de misericordia y de perdón, un hombre de silencio, un hombre bueno». Estas son sus credenciales, además de los padecimientos por Cristo y su Iglesia que han acompañado su vida. Sus detractores, por lo general personajes de escasa categoría intelectual, resultan insignificantes ante la egregia figura del cardenal guineano. Muchos estamos convencidos –también con palabras de N. Diat– «de que Dios ha posado sobre el cardenal una mirada especial» (Dios o nada, Madrid 2015, p.12).
Como Prefecto
de la Sagrada Congregación para el Culto divino, el cardenal Sarah confidenció en
su momento un deseo profundo que albergaba en su corazón. Estamos seguros de que
cualquiera sea el lugar donde Dios lo llame ahora a servirle, seguirá
trabajando en este proyecto fundamental que, con idéntica vibración, palpita a su vez en el corazón del Papa emérito:
«Mi deseo más profundo y
humilde es servir a Dios, a la Iglesia y al Santo Padre con devoción,
sinceramente y en unión filial. Pero tengo esta esperanza: si Dios quiere,
cuando Él quiera y como Él quiera, se llevará a cabo en la liturgia una reforma
de la reforma. Se hará pese al rechinar de dientes, porque lo que está en juego
es el futuro de la Iglesia. Maltratar la liturgia es maltratar nuestra relación
con Dios y la expresión concreta de nuestra fe cristiana. La Palabra de Dios y
la enseñanza de la Iglesia siguen escuchándose, pero las almas que desean
volverse hacia Dios, ofrecerle un verdadero sacrificio de alabanza y adorarle,
ya no se sienten atraídas por unas liturgias demasiado horizontales, antropocéntricas
y festivas, más parecidas a veces a ruidosos y vulgares eventos culturales. Los
medios han impregnado totalmente y transformado en espectáculo el santo
sacrificio de la misa, memorial de la muerte de Jesús en la Cruz para la salvación
de nuestras almas.
El sentido del misterio
desaparece detrás de los cambios, de las constantes adaptaciones decididas de
forma autónoma e individual para seducir a nuestras modernas mentes
profanadoras, marcadas por el pecado, la secularización, el relativismo y el
rechazo de Dios. En muchos países occidentales vemos cómo los pobres abandonan
la Iglesia católica, tomada al asalto por personas malintencionadas que se
creen intelectuales y desprecian a los sencillos y pobres. Esto es lo que el
Santo Padre debe denunciar alto y claro. Porque una Iglesia sin pobres ya no es
Iglesia, sino un simple club. ¡Cuántos templos vacíos hay hoy en Occidente, cerrados,
destruidos o transformados en edificios profanos privados de su sacralidad y de
su destino original! Aun así, sé que muchos sacerdotes y muchos fieles viven su
fe con un celo extraordinario y pelean cada día para preservar y enriquecer las
casas de Dios.
Es urgente recuperar la
belleza, la sacralidad y el origen divino de la liturgia con nuestra firme
fidelidad a la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica» (La fuerza
del silencio, Madrid 2017, p. 152.153).
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