Transcribo a continuación
el capítulo primero del decreto sobre la Eucaristía del Concilio de Trento (junto
a su canon respectivo) sobre la presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el
santísimo Sacramento. Al releerlo no puedo dejar de preguntarme: ¿Volverá la
Iglesia a proclamar su fe con tal exactitud y claridad, con tal convicción y
autoridad? ¿Sabrá desprenderse de ese empalagoso relleno de «pastoralidad» que suele envolver los documentos del magisterio contemporáneo, hasta hacer tediosa y a veces confusa su
lectura? Así lo esperamos. Además, no hay que olvidar que la
predicación de Jesús cautivó desde un principio porque se manifestó llena de
autoridad: «Se maravillaban de su
doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas»
(Mc 1, 22). La predicación de la
Iglesia es prolongación de la predicación de Cristo y de sus Apóstoles: no
puede ser sino llena de autoridad y convicción; de lo contrario ya no atraerá a
nadie.
«P
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rimeramente enseña el
santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto
sacramento de la santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del
vino, se contiene verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo,
verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque
no son cosas que repugnen entre sí que el mismo Cristo nuestro Salvador esté
siempre sentado a la diestra de Dios Padre, según su modo natural de existir, y
que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su
sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien apenas podemos expresarla
con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser
posible a Dios y debemos constantemente creerlo. En efecto, así todos nuestros
antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo y que disertaron
acerca de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro
Redentor instituyó este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando,
después de la bendición del pan y el vino, con expresas y claras palabras atestiguó
que daba a sus Apóstoles su propio cuerpo y su propia sangre. Estas palabras, conmemoradas
por los santos Evangelistas y repetidas luego por san Pablo, como quiera que
ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido
entendidas por los Padres, es infamia y verdaderamente indignísima que algunos
hombres pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios,
por lo que se niega la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el
universal sentir de la Iglesia, que, como
columna y sostén de la verdad (I Tim
3, 15), detestó por satánicas estas invenciones excogitadas por hombres impíos,
a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo este excelentísimo beneficio
de Cristo» (Concilio de Trento. Sesión
XIII, 11 de octubre de 1551. Decreto
sobre la Eucaristía, c. 1. Dz 874).
Can. 1 «Si alguno negare que en el santísimo
sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y sustancialmente el
cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo
y, por ende, Cristo entero; sino que dijere que solo está en él como señal y figura
o por su eficacia, sea antema» (Dz 883).
Gloria a Dios. Gloria al Señor que se quedó físicamente en este Sacramento para nuestra salvación.
ResponderEliminarEn efecto; Adoremus in aeternum Sanctissimum Sacramentum!
ResponderEliminarVenite, Adoremus!
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