La
carta encíclica Ad Diem Illum Laetissimum
(2 de febrero de 1904) es sin duda uno de los documentos magisteriales marianos
más extraordinarios del siglo XX. Con ella, San Pío X quiso recordar los 50
años de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, invitando a la
Iglesia a dirigir una mirada agradecida a aquel día dichosísimo
y verdaderamente glorioso en la historia de la Iglesia Católica. Al incio del documento, el Pontífice menciona las apariciones de Lourdes como confirmación celestial de la
definición dogmática, y subraya que «todos los prodigios que cada día se
realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes
para combatir la incredulidad de los hombres de hoy». Selecciono a continuación
unos breves párrafos tomados del comienzo de la Encíclica.
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paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos llevará a aquel día
venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX,
pontífice de santísima memoria, ceñido con una numerosísima corona de padres
purpurados y obispos consagrados, con la autoridad del magisterio infalible,
proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada Virgen
María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante
de su concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y
de agradecimiento públicos acogieron aquella promulgación los fieles de todo el
mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta
Madre de Dios como al Vicario de Jesucristo o que tuviera eco tan amplio o que
haya sido recibida con unanimidad tan absoluta... Además, apenas Pío había
proclamado que debía creerse con fe católica que María, desde su origen había
desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar
las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó en
honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los prodigios
que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son
argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de
hoy. Testigos de tantos y tan grandes
beneficios como Dios, mediante la imploración benigna de la Virgen, nos ha
conferido en el transcurso de estos cincuenta años, ¿cómo no vamos a tener la
esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá
más, porque por experiencia sabemos que es propio de la divina Providencia no
distanciar demasiado los males peores de la liberación de estos. Está a punto
de llegar su hora, y sus días no se harán esperar. Pues el Señor se compadecerá
de Jacob escogerá todavía a Israel (Is
14, 1); para que la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: trituró
el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguó y enmudeció toda la tierra, se
alegró y exultó» (Is 14, 1 y 7).
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