Leyendo
con atención el siguiente texto de San Cipriano me he sentido confirmado en dos
de mis aprensiones sobre nuestra actual liturgia: la excesiva presencia de
verborrea estridente y la inutilidad -en ocasiones abuso y manipulación- en que ha caído la mal llamada oración de los
fieles.
“Las
palabras del que ora han de ser mesuradas y llenas de sosiego y respeto.
Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos agradar a Dios con la
actitud corporal y con la moderación de nuestra voz. Porque, así como es propio
del falto de educación hablar a gritos, así, por el contrario, es propio del
hombre respetuoso orar con un tono de voz moderado. El Señor, cuando nos adoctrina
acerca de la oración, nos manda hacerla en secreto, en lugares escondidos y
apartados, en nuestro mismo aposento, lo cual concuerda con nuestra fe, cuando
nos enseña que Dios está presente en todas partes, que nos oye y nos ve a todos
y que, con la plenitud de su majestad, penetra incluso los lugares más ocultos,
tal como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo
de cerca, y no Dios de lejos? Porque uno se esconda en su escondrijo, ¿no lo
voy a ver yo? ¿No lleno yo el cielo y la tierra? Y también: En todo lugar los
ojos de Dios están vigilando a malos y buenos.
Y,
cuando nos reunimos con los hermanos para celebrar los sagrados misterios,
presididos por el sacerdote de Dios, no debemos olvidar este respeto y
moderación ni ponernos a ventilar continuamente sin ton ni son nuestras
peticiones, deshaciéndonos en un torrente de palabras, sino encomendarlas
humildemente a Dios, ya que él escucha no las palabras, sino el corazón, ni hay
que convencer a gritos a aquel que penetra nuestros pensamientos, como lo
demuestran aquellas palabras suyas: ¿Por
qué pensáis mal? Y en otro lugar: Así
sabrán todas las Iglesias que yo soy el que escruta corazones y mentes”.
(San Cipriano De dominica oratione, 4-6).
No hay comentarios:
Publicar un comentario