«Puesto que el fin de la Eucaristía es la unión nuestra con Jesús y con Dios de modo íntimo, transformador y permanente, todo cuanto procure esta unión, en la preparación o en la acción de gracias, hará más intensos sus efectos.
La preparación habrá de ser, por lo tanto, una especie de unión por adelantado con el Señor. Suponemos estar ya unida el alma a Dios por la gracia santificante, sin lo cual la comunión sería un sacrilegio.
1) Antes que otra cosa hemos de procurar el perfecto cumplimiento de todos nuestros deberes de estado, en unión con Jesús, y para complacerle. Ciertamente éste es el medio mejor de hacer que venga a nosotros Aquel cuya vida entera se compendia en la obediencia filial a su Padre, para más complacerle: “Quae placita sunt ei facio semper” (Jn 8, 29).
2) Humildad sincera, fundada en parte en la grandeza y santidad del Señor, y en parte en nuestra pobreza e indignidad: Domine, non sum dignus... Esta disposición hace, por decirlo así, el vacío en nuestra alma, despojándola del egoísmo, de la soberbia, de la presunción; porque únicamente en el vacío de sí mismo se obra la unión con Dios: cuanto más nos vaciemos de nosotros, tanto mejor preparada queda nuestra alma para que Dios la tome y la posea.
3) A la humildad acompañará un ardiente deseo de unirnos con Dios en la Eucaristía: al sentir vivamente nuestra flaqueza y pobreza, suspiraremos, por el único que puede fortalecernos, enriquecernos con sus dones, y llenar el vacío de nuestro corazón. Este deseo, ensanchando los senos de nuestra alma, la abrirá de par en par para que en ella entre el que desea darse por entero a nosotros: Desiderio desideravi hoc pascha manducare vobiscum» (Lc 22, 15). (Ad. Tanquerey, Compendio de Teología Ascética y Mística, Ed. Palabra 1990, p. 165-166).
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