Una
de las más admirables actas de mártires de la antigüedad cristiana es la que
relata la muerte de San Policarpo. Obispo anciano y venerable es quemado
públicamente en medio de la furia anticristiana de una chusma vociferante. Y
precisamente en esa atmósfera de odio y sufrimiento, brota la oración de
nuestro mártir como un río de paz y serenidad, de alegría y agradecimiento. No
obstante la dura adversidad circundante, Dios sigue siendo adorable y su creación
amable. En la oración de San Policarpo se perciben los rasgos fundamentales que acompañan el martirio cristiano.
“Ligadas
las manos a la espalda como si fuera una víctima insigne seleccionada de entre
el numeroso rebaño para el sacrificio, como ofrenda agradable a Dios, mirando
al cielo, dijo:
Señor,
Dios todopoderoso, Padre de nuestro amado y bendito Jesucristo, Hijo tuyo, por
quien te hemos conocido; Dios de los ángeles, de los arcángeles, de toda criatura
y de todos los justos que viven en tu presencia: yo te bendigo, porque en este
día y en esta hora me has concedido ser contado entre el número de tus
mártires, participar del cáliz de Cristo y, por el Espíritu Santo, ser
destinado a la resurrección de la vida eterna en la incorruptibilidad del alma
y del cuerpo. ¡Ojalá que sea yo también contado entre el número de tus santos
como un sacrificio enjundioso y agradable, tal como lo dispusiste de antemano,
me lo diste a conocer y ahora lo cumples, oh Dios veraz e ignorante de la
mentira!
Por
esto te alabo, te bendigo y te glorifico en todas las cosas por medio de tu
Hijo amado Jesucristo, eterno y celestial Pontífice. Por él a ti, en unión con
él mismo y el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y en el futuro, por los
siglos de los siglos. Amen”.
(De la carta de la
Iglesia de Esmirna sobre el martirio de san Policarpo (Caps. 13, 2-5, 2: Funk
1, 297-299; Oficio de Lecturas del 23 de febrero).
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