En sus sermones de Navidad San Agustín se complace en presentar el doble
nacimiento de Cristo: su nacimiento eterno del Padre y su nacimiento terreno de
la Madre. Con su maestría retórica y su sabia piedad, Agustín
recrea en hermosos textos la paradoja que la providencia divina ha inaugurado
en Belén: Dios se humilla y abaja para ensalzarnos y levantarnos. La contemplación
de este proceder divino es camino fácil para cautivar nuestro corazón y ofrecerlo en adoración al Niño-Dios.
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«Yace en un pesebre, pero contiene al
mundo; toma el pecho, pero alimenta a
los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es
amamantado, pero también adorado; no halla lugar en el establo, pero se
construye un templo en los corazones de los creyentes. Para que la debilidad se
hiciera fuerte, se hizo débil la fortaleza. Sea objeto de admiración, antes que
de desprecio, su nacimiento en la carne y reconozcamos en ella la humildad, por
causa nuestra, de tan grande excelsitud. Encendamos en ella nuestra caridad
para llegar a su eternidad». (San Agustín, Sermón 190, 4).
«Al hacerse carne, el Verbo del Padre
que hizo los tiempos hizo para nosotros en el tiempo el día de su nacimiento. Por su nacimiento humano quiso reservarse un día
aquel sin cuya voluntad divina no transcurre ni un solo día. Existiendo junto
al Padre, precede a todos los siglos; al nacer de madre, se introdujo en este
día en el curso de los años. Se hizo hombre quien hizo al hombre. De esa manera
toma el pecho quien gobierna los astros; siente hambre el pan, sed la fuente;
duerme la luz; el camino se fatiga en la marcha; falsos testigos acusan a la
verdad, un juez mortal juzga al juez de vivos y muertos, gente injusta condena
a la justicia; la disciplina es castigada con azotes, el racimo coronado de
espinas, la base colgada de un madero; la fortaleza aparece debilitada, la
salud herida, la vida muerta. Ni él que por nosotros sufrió tantos males hizo
mal alguno, ni nosotros que por él recibimos tantos bienes merecíamos bien
alguno. Con todo, para librarnos a nosotros, a pesar de ser indignos, aceptó
sufrir tales ignominias y otras parecidas. Con esa finalidad, el que existía
como hijo de Dios desde antes de los siglos sin un primer día, se dignó hacerse
hijo del hombre en los últimos días. Y nacido del Padre sin ser hecho por él,
fue hecho en la madre que él había hecho. Comenzó a existir aquí al nacer de
aquella que nunca y en ningún lugar hubiera podido existir a no ser por él»
(San Agustín, Sermón 191, 1).
Francisco Zurbarán. Virgen con el Niño
«Cuando se nos leyó el evangelio,
escuchamos las palabras mediante las cuales los ángeles anunciaron a los
pastores el nacimiento del Señor Jesucristo de una virgen: Gloria a Dios en los cielos, y paz a los hombres de
buena voluntad. Palabras de fiesta y de congratulación no sólo para la única
mujer cuyo seno había dado a luz al niño, sino también para el género humano,
en cuyo beneficio la virgen había alumbrado al Salvador. En verdad era digno y
de todo punto conveniente que la que había procreado al Señor de cielo y
tierra, habiendo permanecido virgen después de dar a luz, viera celebrado su
alumbramiento no con ritos humanos realizados por algunas humildes mujeres,
sino con divinos cánticos de alabanza de los ángeles. Por lo tanto, digámoslo
también nosotros, y digámoslo con el mayor regocijo que nos sea posible;
nosotros que no anunciamos su nacimiento a pastores de ovejas, sino que lo
celebramos en compañía de sus ovejas; digamos también nosotros -repito- con un
corazón lleno de fe y con voz devota: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra
paz a los hombres de buena voluntad. Meditemos con fe, esperanza y caridad
estas palabras divinas, este cántico de alabanza a Dios, este gozo angélico,
considerado con toda la atención de que seamos capaces. Tal como creemos,
esperamos y deseamos, también nosotros seremos «gloria a Dios en las alturas»
cuando, una vez resucitado el cuerpo espiritual, seamos llevados al encuentro
con Cristo en las nubes, a condición de que ahora, mientras nos hallamos en la
tierra, busquemos la paz con buena voluntad. (San Agustín, Sermón 193, 1)
«El Señor Jesús quiso ser hombre por
nosotros. No os parezca vil la
misericordia: es la Sabiduría que yace en la tierra. En el principio existía el
Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. ¡Oh alimento y pan
de los ángeles! Tú llenas a los ángeles, tú los sacias sin que sientan hastío;
de ti reciben la vida, la sabiduría, la felicidad. ¿Dónde te hallas por mí? En
un establo angosto, envuelto en pañales, en un pesebre. ¿Por quién? Quien
gobierna los astros toma el pecho; sacia a los ángeles, habla en el seno del
Padre y calla en el seno de la madre. Pero, en el momento oportuno, ha de
hablar para llenarnos de su evangelio. Por nosotros ha de padecer, por nosotros
ha de morir; para dejarnos un ejemplo del premio que nos espera ha de
resucitar; ante los ojos de sus discípulos ha de subir al cielo, y del cielo ha
de volver para el juicio. Mirad, el que yacía en el pesebre se empequeñeció,
pero no desapareció: recibió lo que no era, pero permaneció en lo que era. Ved
que tenemos a Cristo convertido en niño; crezcamos con él» (San Agustín, Sermón
196, 3).