Con el recrudecimiento de las hostilidades hacia la liturgia
tradicional, las siguientes palabras del cardenal Joseph Ratzinger, dichas hace
más de 20 años, parecen adquirir una sorprendente actualidad. Decía el entonces Prefecto para la Doctrina de la Fe: «También es importante para la correcta concienciación en
asuntos litúrgicos que concluya de una vez la proscripción de la liturgia
válida hasta 1970. Quien hoy aboga por la perduración de esa liturgia o
participa en ella es tratado como un apestado; aquí termina la tolerancia. A lo
largo de la historia nunca ha habido nada igual, esto implica proscribir
también todo el pasado de la Iglesia. Y de ser así, ¿cómo confiar en su
presente? Francamente, yo tampoco entiendo por qué muchos de mis hermanos
obispos se someten a esta exigencia de intolerancia que, sin ningún motivo
razonable, se opone a la necesaria reconciliación interna de la Iglesia»
(Cf. Dios y el mundo, Buenos Aires 2005, p. 393). Este texto condensa lo
que fue la postura invariable de Ratzinger/Benedicto XVI con relación al uso de
la antigua liturgia. A sus ojos, lo que aquí está en juego es algo serio; al proscribir
el pasado también se siembra la sospecha y desconfianza en el presente. Si lo
que se hacía antes ya no es tolerable, ¿qué futuro se depara a lo que hoy se
prescribe como genuino y auténtico? Está claro que la libre coexistencia de los
ritos es un beneficio mutuo, y probablemente el único camino viable para la paz
y un sano orden litúrgico.
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