He
traducido para el blog este interesante artículo del escritor y comunicador
italiano Aldo Maria Valli. Versa sobre la importancia que tiene para la fe de los
fieles la centralidad del Sagrario o Tabernáculo en nuestras iglesias. Las columnas
de Valli suelen estar salpicadas de una sutil ironía, encierran intuiciones profundas
y contienen una saludable dosis de sentido común. Esta mezcla las vuelve
particularmente atractivas y sugerentes.
POR FAVOR, DEVUÉLVANNOS LOS TABERNÁCULOS
Aldo Maria Valli
N
|
o
sé si os sucede también a vosotros. Cuando entro en una iglesia, cada vez me
cuesta más encontrar dónde está el sagrario. Tengo que buscarlo, como en una
búsqueda del tesoro. Y a veces no me parece justo.
Así
como la imaginación de los arquitectos se entrega a diseñar y edificar iglesias
que parecen cualquier cosa menos iglesias católicas (pueden estar muy bien como
espacios deportivos o como salas protestantes, pero no como lugares de culto
católicos), del mismo modo los diseñadores de interiores, presos de un deseo
incontrolable de novedad y cambio, mueven el tabernáculo a los rincones más
extraños y a veces más escondidos.
Ahora
bien, soy consciente de no tener ojos de halcón. Soy miope; y cuando vengo de
la luz de afuera, necesito un poco de tiempo para adaptarme a la penumbra de la
iglesia. Pero por lo general no se trata de una cuestión de mala visión o
escasa luminosidad. En muchas iglesias, desafortunadamente, el tabernáculo está
en lugares inverosímiles, como si no fuera el dueño de la casa, como si se
quisiera esconderlo como se hace con alguien de quien se está un poco
avergonzado.
También
me ha sucedido hoy. Entro y no veo. Está bien, me digo, serán los ojos. Miro,
observo; y no lo encuentro. Es que el tabernáculo no está allí. O, al menos, no
está donde debería estar. Está desplazado hacia un lado, muy lejos, sin la luz
roja, escondido dentro de una especie de jaula de acero. Porque también hay que
decir esto: mientras más marginado se coloca, el tabernáculo, como objeto, se
vuelve más extraño y adopta formas inverosímiles y absurdas.
Conforme; después de la reforma conciliar, con el altar y el celebrante vueltos
hacia la asamblea, el tabernáculo ya no puede estar más sobre la mesa. Pero,
¿queremos decirlo claramente? En el presbiterio, el tabernáculo tiene que
permanecer en el centro, porque su contenido es el centro de todo. Al centro no
puede estar la sede, que a veces parece un trono del celebrante. Yo no quiero
adorar una silla. No, al centro tiene que estar el tabernáculo, la casa de
nuestro Señor. Porque tabernáculo significa casa pequeña y el entero edificio
de la iglesia, visto con atención, no es más que un lugar construido para
recibir y proteger aquella pequeña casa con su contenido infinitamente grande.
Sé
que en este punto personas muy expertas encontrarán el modo de explicar que
«sí, pero..., está bien..., sin embargo...». No. Pido que el tabernáculo vuelva
a colocarse en el centro, que sea inmediatamente identificable, que tenga su pequeña
luz roja bien clara, que le sea dado el
honor que se merece. Y que el fiel no deba jugar a buscar el tesoro para descubrir
dónde está. Porque cuando entras en un lugar, es el dueño de casa el que sale a
tu encuentro, y no tú el que deba ponerse a buscarlo por las habitaciones.
¿Sabéis
cuál es mi duda? Que quien coloca el tabernáculo en los costados no crea en el
fondo que allí está la presencia real de Jesús. De lo contrario no se explica
una elección semejante. Si sabes que Jesús está allí, si crees que aquella es
su santa casa, te surge natural ponerlo en el centro.
Me
parece oír ya la objeción: pero si tantos relatos enseñan que el Señor está
presente en cualquier parte del mundo y del universo, en cualquier lugar del
corazón de la gente, entonces no hay necesidad de construirle una casa y
exponerla. Sin embargo, sí que hay necesidad. Si creemos que allí no hay un
símbolo, un recuerdito, un souvenir, sino Él mismo en persona, entonces
debemos concluir que al tabernáculo le está reservada una posición central.
Alguno
dirá: bien, pero disculpa un momento; cuando la cena ha terminado, la mesa se
levanta, ¿por qué entonces el pan debería permanecer allí, al centro? ¿Acaso no
es verdad que, terminada la comida, todo se coloca en otra parte?
Por
supuesto que sí. Pero para nosotros los católicos aquello no es solo pan. Es el
pan de la vida, es nuestro Señor en persona. Luego no debe colocarse en un
rincón, como una sobra cualquiera.
También
se suele olvidar que en cada iglesia el fiel hace un recorrido, como una
verdadera y propia peregrinación, un camino espiritual cuyo clímax no es la
sede del celebrante, ni siquiera el altar, ni tampoco la imagen de un santo. Es
nuestro mismo Señor.
¿Y
cómo no notar que esta tendencia a marginar a nuestro Señor va de la mano con
la tendencia a no arrodillarse? Demasiado a menudo se ingresa a la iglesia como
a un simple salón de actos, en el cual uno charla y se entretiene con los demás
fieles. Sin embargo todo esto un católico no puede aceptarlo. El acto de
arrodillarse refleja la disposición del espíritu. Es un acto de adoración. No se
ingresa a la iglesia para encontrarse con el señor párroco o con los amigos.
Uno entra para adorar a nuestro Señor. Por esta razón me enferma cuando las
personas no se arrodillan en la iglesia, no hacen bien la señal de la cruz y no
están en silencio, sino hablando entre ellas, formando corrillos, saludándose
como si se encontraran en la calle.
Vuelvo
a repetirlo: los católicos no entramos a la iglesia como si fuera un salón de
actos para reuniones de la comunidad. Entramos en la casa del Señor, donde
tenemos que tributarle todo nuestro respeto y toda nuestra adoración. Y si la
Iglesia es la casa de Dios, todo debe estar en función de Dios que se ha hecho
hombre y ha muerto y resucitado por nosotros. No debe estar en función de
nosotros, los fieles que allí entramos.
Querría,
por tanto, hacer una modesta propuesta a
obispos, párrocos, religiosos: por favor, devuélvannos el tabernáculo. Esté
claramente visible y reconocible, en el centro del ábside. A los lados,
pongamos la sede del celebrante, que es un ministro, un servidor, no el
protagonista de un espectáculo. En las paredes no pongamos carteles, afiches o
consignas; procuremos más bien que sean un lugar exclusivo para las imágenes
sagradas, sobre todo de María y también de los santos, de tal modo que puedan
sostenernos en la adoración y en la oración. Todo esto, como se lee en el
«Misal Romano», debe inspirarse en una noble simplicidad y dignidad. La iglesia
no es un lugar para ir acumulando objetos, imágenes, libros o artefactos varios.
Y el Santísimo Sacramento, dentro del tabernáculo, sea colocado «en una parte
de la iglesia de gran dignidad, eminente, bien visible, decorada con dignidad y
adecuada para la oración». En el caso de que este lugar sea una capilla, que se
haga de modo que también ella sea bien visible, adecuada para la adoración y la
oración, estructuralmente unida al resto de la iglesia, para que no parezca como
un añadido. Y junto al tabernáculo permanezca siempre encendida una lámpara (no
un foco de equipo cinematográfico o de estudio televisivo, como he visto en
algunos casos).
Parecen
medidas de poca monta, pero no es así. Es respeto, es coherencia, es fe.
Benedicto
XVI, en la exhortación postsinodal «Sacramentum Caritatis», lo explica así: es
necesario que «el lugar donde se guardan las especies eucarísticas sea
fácilmente reconocible, también por medio de una lámpara permanentemente
encendida, a cualquiera que entre en la iglesia». Al fiel hay que ayudarle y
facilitarle el descubrimiento de la presencia real de Cristo en el Santísimo
Sacramento. En esto no puede ser engañado, obstaculizado, o impedido
A
menos que lo que se pretenda sea engañar y obstaculizar.
Aldo Maria Valli
Texto original: www.aldomariavalli.it
No hay comentarios:
Publicar un comentario