CAMBIO
EN LA RELIGIÓN* (y II)
Por Mario Góngora
La
explosión más fuerte del resentimiento ha sido la ofensiva contra la lengua
sagrada de la Iglesia latina (que era también su lengua de unidad) y contra la
misa tradicional confirmada por Pío V, pues se trataba del símbolo ritual
supremo de la historia anterior a la Iglesia y de la expresión de su
universalismo. En el fondo del nuevo lenguaje del culto está la lucha contra lo
sagrado (en su afán de «cuotidianizar» todas las palabras, por ejemplo). Pero
lo sagrado es una dimensión esencial de la humanidad, que se muestra ya en
gestos y formas documentadas históricamente desde el comienzo, procedentes de
una tradición primordial. Sin lo sagrado, no hay comunidad humana. Las
consignas postconciliares desacralizadoras fueron lanzadas por los asesores
sociológicos de la jerarquía, discípulos fieles de la famosa «Entzauberung der
Welt» de Max Weber. Los frutos de todo ello se palpan no solamente en el
escándalo producido por la supresión de lo antiguo, sino sobre todo en la
fealdad de las formas sustitutas de lo sagrado. Se argumenta a menudo que la
liturgia anterior también tuvo cambios en el transcurso de los siglos. Pero
tales cambios se hicieron generalmente con genio positivo y con veneración,
como descubrimientos de nuevos aspectos de lo sagrado y de la tradición, no
como repudio iconoclasta. El repudio a los grandes símbolos peculiares es, en
cualquier comunidad humana, un síntoma muy decisivo de disolución.
Nada más
comprensible que todo este proceso, desde un punto de vista historicista
profano. En una época de civilización mundial, de decadencia de la Cultura
Occidental, tiende a producirse una uniformidad avasalladora y agresiva, que va
arrasando con todos los valores provenientes del linaje o de las iglesias
sacerdotales. Algo así ocurrió ya en la civilización mundial helenístico‒romana.
Lo que en la historia anterior del Catolicismo era cuestión de vida o muerte,
era el test mismo de la fidelidad ‒dogmas y ritos‒,
pasan ahora a ser soberanamente indiferentes para el mismo sacerdocio. El
Arzobispo Etchegaray, de Marsella, presidente de la Conferencia Episcopal de
Francia, propuso hace poco convertir la cripta de una iglesia importante para
la devoción mariana marsellesa en una sala de meditación en cuyos muros se
reproducirían textos de las religiones llamadas monoteístas. Servicios
protestantes (y a veces ceremonias de religiones no cristianas) suelen
celebrarse en iglesias católicas europeas: al eclecticismo en el culto
corresponderá así el sincretismo e las creencias. Sólo una cosa se prohíbe
sañudamente: lo que precisamente se opone al sincretismo, el culto vigente
antes del Concilio. La tradición es perseguida en la Iglesia.
Esos
rasgos de la Iglesia actual hacen pensar en los estados Unidos, el país
configurado por la mezcla de razas, naciones y religiones, y por la típica
mentalidad «ilustrada» del siglo XVIII. Ya Benjamín Franklin proyectaba fundar
en Filadelfia un templo para todas las religiones. Nos parece que, de una
manera muy significativa, Roma procura acercarse al ideal y estilo
norteamericano. Desde luego en el predominio de la actividad sobre la doctrina
(lo que estigmatizaría León XIII en 1899 bajo el nombre mismo de
«americanismo»). Pero sobre todo, repetimos, en el sincretismo, en la
tolerancia teórica (no solamente práctica) de todas las ideas. Hay que recordar
también que tantos movimientos de reacción antirracionalista, «revivalistas»,
pentecostalistas, «recarismáticos», etc., que forman el reverso del
Aggiornamento liberal‒clerical, también han tenido su origen o tienen
su auge en los Estados Unidos. (Hay que señalar que, en las épocas de
civilización mundial, como en la antigüedad tardía, o como en el siglo XX,
subterráneamente suelen aparecer, por debajo de la uniformidad de las
religiones oficiales sincretistas, innumerables sectas o movimientos
irracionalistas, los que procuran, a su manera entusiasta, rehacer la
ritualidad abandonada por lo sacerdocios tradicionales; pero también en ellos
la tradición está enturbiada: lo sacro no se inventa).
La
«Ilustración de Masas», reedición de la Aufklärung a nivel del siglo XX,
significa en el orden religioso que todo lo trascendente (dogmas, ritos,
símbolos, mitos) queda evacuado en su íntima significación para dejar lugar, en
realidad de verdad, a una moral humanitaria, a una política, a asambleas de
culto en que la electrización del grupo humano importa más que el culto de
glorificación a Dios. Se quiere interpolar en la lectura de los documentos
fundacionales de la religión, violando su contexto misterioso, un mero conjunto
de normas de comportamiento individual o político, un moralismo pacifista,
democrático, socialista, etc. Es verdad que ya la Iglesia del siglo XIX forjó
una doctrina política, radicalmente opuesta a la Democracia liberal (¡el
Syllabus!), y una doctrina social corporativista, herencia del pensamiento
romántico, hostil por lo tanto al capitalismo y al socialismo. Pero las
doctrinas y documentos papales del siglo XIX han quedado ahora enteramente
sepultadas en la Iglesia postconciliar, sustituidas por una fraseología y unos
slogans de izquierda. La posición eclesiástica de hoy, a la inversa de las
encíclicas papales de 1891 y 1931, es, cuando no activa colaboración del
marxismo, en todo caso disolvente de toda tentativa de contener su avance.
Cuando surgen las últimas heroicas resistencias al embate comunista, en
seguida, el clero «postconciliar» procura despreciarlas, aislarlas, si pudiera
ser destruirlas. Es la manera de ese clero de entregar la Iglesia a sus
enemigos.
Un mundo de inconmensurable riqueza espiritual
se ha ido dilapidando así por obra de una generación del clero deseosa de
avenirse a toda costa con los poderes y prestigios de moda.
Históricamente, repetimos, esta constelación es
perfectamente comprensible como sumersión por el Espíritu del Tiempo. Pero una
Iglesia que se ha pensado siempre a sí misma como el Cuerpo de la Divinidad
Encarnada; que vive, por tanto, según sus nociones más recónditas, en un tiempo
que trasciende el tiempo histórico‒mundial, ¿puede realizar
esa sumersión sin apostatar?¿Puede la Iglesia concebirse a sí misma como
idéntica al Mundo, hegelianamente, o al Movimiento del Mundo? Si se cree en una
Iglesia individual, única y trascendente, que como toda individualidad se
desarrolla, pero siempre a partir de un principio idéntico a sí mismo y
concorde además con la tradición primordial de la humanidad, entonces, si se
cree seriamente en eso, todos los slogans postconciliares son un falso camino.
Un camino que lleva, cuando no a la apostasía dogmática formal (bien que muchos
teólogos nieguen tranquilamente la infalibilidad, el Pecado Original, la
Transustanciación, etc.), sí a una suerte de apostasía en espíritu, que recién
aparece hoy día. Ella consiste en una obediencia formal a los dogmas y a la
jerarquía, pero evacuando de aquellos toda su íntima significación, para poder
acomodarse a lo que se diagnostica como «el Espíritu del Tiempo». Tal es la
significación de los diversos núcleos tradicionalistas en Europa y América.
Aquí reside la eminente ejemplaridad del Arzobispo Lefebvre, quien con coraje,
fidelidad y libertad cristiana, podía decirse que repite el «hay que obedecer a
Dios más que a los hombres» que dijo una vez el primer Papa. La Dogmática
católica, cristalización intelectual tan provechosa de una inconmensurable
trascendencia religiosa, contiene ella misma los propios límites de la
obediencia; pero los afanes oficialistas tienden a abatir esos mismos límites.
En todo caso, por fin ha renacido en la Iglesia actual la pasión por la verdad.
Resulta un poco cómico observar que las jerarquías que exculpan
retrospectivamente la rebelión de Lutero, manifestando la mayor obsecuencia con
sus herederos eclesiásticos actuales, condenen indignados la actual rebelión de
Lefebvre, y acudan a todos los viejos y nuevos medios de coacción,
amedrentamiento y silenciamiento. Es, desde luego, una demostración de gran
inconsistencia y de incapacidad de afrontar religiosamente un hecho religioso.
Sobre todo revela que es mucho más fácil ser libre imaginariamente, frente a
hechos pasados, que ser libre en el presente, en lo cual consiste, sin embargo,
exactamente, la libertad.
La autodestrucción religiosa actual, si se la
concibe históricamente resulta ser un proceso ineluctable. Pero para un
pensamiento histórico que se rehúsa a ese determinismo, es una crisis de
imprevisible salida, un drama histórico espiritual en el cual hay que vivir
decidiéndose arriesgada y resueltamente. La crisis provocada en la Iglesia por
el último Concilio ha revelado nuevamente el sentido dramático del
cristianismo, tan alejado de toda
estabilidad y seguridad, obligando a cada uno a discernir acerca de las obediencias
exigidas: discernir cuándo son justas y debidas, y cuándo deben resistirse, por
lealtades superiores.
El momento se muestra,
pues, como un inmenso «tiempo de confusión». Los fieles a la tradición tienen a
veces por fidelidad, que desobedecer; los «postconciliares», que abominan de la
legalidad institucional, terminan por acudir a las viejas penas canónicas para
triunfar de sus enemigos. Y esto en el trasfondo del embate marxista y del estilo
sincretista general. Algo semejante (aunque todavía lejos de este cuadro
mundial) debió sentir Pascal en su propia época de tribulaciones, cuando
escribe en uno de sus «Pensamientos»: «La verité est si obscurcie en ce temps,
et le mensonge si établi, qu'a moins d'aimer la verité, on ne saurait la
connaitre». (La verdad está tan oscurecida en este tiempo, y la mentira tan
establecida, que a menos que ames la verdad, no podrás conocerla [trad. nuestra]).
Pascal lo decía específicamente de la Iglesia de su tiempo: con cuánta mayor
razón podría clamarse de la de hoy día.
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*Este ensayo fue publicado originalmente en la
Revista «Vigilia», año I, vol. I, n° 3, Santiago de Chile, VII-VIII, 1977; Más
tarde apareció, junto a otros artículos del autor, en el volumen póstumo: Mario Góngora, Civilización de masas y esperanza. Y otros ensayos, Ed. Vivaria, Santiago de Chile, 1987, p. 135-141.
Este último es el texto que ahora reproducimos .
1ª Parte: aquí
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