Releo
con emoción un pasaje del libro Dios o nada
del Cardenal Sarah. Se trata del último párrafo con el que su Eminencia concluye
los recuerdos de la visita de San Juan Pablo II a su tierra natal de Guinea, en
febrero de 1992. La escena tiene lugar en los jardines del arzobispado de Conakri,
la noche antes de la partida del Pontífice, junto a una gruta de Nuestra Señora
de Lourdes.
«Después de coronar la imagen de la Santísima virgen, el Papa
se arrodilló y permaneció recogido un buen rato. La profundidad y la duración
de su oración, interminable, impactaron a los fieles allí reunidos. Después se
levantó y, dirigiéndose lentamente hacia mí, depositó la hermosa estola que
llevaba sobre mis hombros. Sentí una profunda emoción, sin entender el motivo
de su gesto, que no estaba previsto. Al subir hacia la residencia, me abrazó y
me dijo con rotundidad: ‘Ha sido un bonito final’» (Card. Robert Sarah, Dios o nada, Madrid 2015, p. 84).
Su
lectura me evoca inmediatamente un suceso similar ocurrido entre Pablo VI y el entonces
Patriarca de Venecia, Cardenal Albino Luciani, luego Juan Pablo I. El mismo Venerable
Pontífice lo contó en su primer Angelus,
cuando explicó a los fieles allí congregados el porqué de su nombre Juan Pablo:
«Ayer por la mañana, fui a la Sixtina a votar
tranquilamente. Nunca habría imaginado lo que iba a suceder. Apenas comenzó el
peligro para mí, los dos colegas que tenía al lado me susurraron palabras de
ánimo. Uno me dijo: ‘ánimo, si el Señor da un peso, dará también las fuerzas
para llevarlo’. Y el otro compañero: ‘no tenga miedo, en el mundo entero hay
mucha gente que reza por el nuevo Papa’. Al llegar el momento, he aceptado.
Después vino la cuestión del nombre, porque preguntan
también qué nombre se quiere tomar, y yo había pensado poco en ello. Hice este
razonamiento: el Papa Juan quiso consagrarme él personalmente aquí, en la
basílica de San Pedro. Después, aunque indignamente, en Venecia le he sucedido
en la cátedra de San Marcos, en esa Venecia que todavía está completamente
llena del Papa Juan. Lo recuerdan los gondoleros, las religiosas, todos. Pero
el Papa Pablo, no sólo me ha hecho cardenal, sino que algunos meses antes,
sobre el estrado de la plaza de San Marcos, me hizo poner completamente
colorado ante veinte mil personas, porque se quitó la estola y me la puso sobre
los hombros. Jamás me he puesto tan rojo. Por otra parte, en quince años de
pontificado, este Papa ha demostrado, no sólo a mí, sino a todo el mundo, cómo
se ama, cómo se sirve y cómo se trabaja y se sufre por la Iglesia de Cristo.
Por estas razones dije: me llamaré Juan Pablo. (Angelus, domingo 27 de agosto de 1978. Cf. vatican.va).
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