“O sancta mundi dómina!, ¡Oh Señora santa del
mundo!... ¡muéstrate, dulce Hija, resplandece ya, renuevo del que brotará la
flor nobilísima de Cristo, Dios y Hombre!” (Himno
de laudes, 8 de septiembre). Con estas alegres expresiones saluda hoy la
liturgia de la Iglesia a María en la fiesta de su Natividad. Su nacimiento,
como señalaron muchos padres de la Iglesia, se compara a la aurora que disipa
las tinieblas de una larga noche y anuncia la llegada del Sol naciente,
Jesucristo Salvador nuestro. El oficio de hoy también nos ofrece este hermoso texto
de San Andrés de Creta:
“…Convenía,
pues, que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera
precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la
salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el
nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes,
exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne
que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego; amamantada y
se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los
siglos.
Un
doble beneficio nos aporta este hecho: nos conduce a la verdad y nos libera de
una manera de vivir sujeta a la esclavitud de la letra de la ley. ¿De qué modo
tiene lugar esto? Por el hecho de que la sombra se retira ante la llegada de la
luz, y la gracia sustituye a la letra de la ley por la libertad del espíritu.
Precisamente la solemnidad de hoy representa el tránsito de un régimen al otro
en cuanto que convierte en realidad lo que no era más que símbolo y figura,
sustituyendo lo antiguo por lo nuevo.
Que
toda la creación, pues, rebose de contento y contribuya a su modo a la alegría
propia de este día. Cielo y tierra se unen en esta celebración, y que la
festeje con gozo todo lo que hay en el mundo y por enésima del mundo. Hoy, en
efecto, ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas,
y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en
sí al supremo Hacedor”. (De los sermones de san Andrés de Creta. Sermón 1: PG 97,
806-810).
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