El conocido filósofo alemán Robert Spaemann, en artículo a la
revista americana First Things, alerta
del peligro que acecha a la Iglesia frente a la pretensión de algunos por aguar
la doctrina católica sobre el matrimonio y sus exigencias. Existe el riesgo
de terminar plegándose a una especie de
contracultura dominada por la mentalidad mundana imperante.
Divorcio y segundas nupcias
por Robert Spaemann
Divorcio y segundas nupcias
por Robert Spaemann
Las
estadísticas sobre divorcios en las modernas sociedades occidentales son
catastróficas. Ellas muestran que el matrimonio ya no se considera como algo
nuevo, como una realidad independiente capaz de trascender la individualidad de
los esposos, una realidad que, al menos, no puede ser disuelta por la sola
voluntad de una de sus partes. Pero, ¿no podría tal vez ser disuelta por el
consentimiento de ambas partes, o por la voluntad de un sínodo o de un Papa? La
respuesta debe ser negativa, pues como el mismo Jesús declara explícitamente,
el hombre no puede separar lo que Dios
mismo ha unido. Tal es la enseñanza de la Iglesia Católica.
La
concepción cristiana de la vida virtuosa reclama ser válida para todos los
seres humanos. Sin embargo, incluso los discípulos de Jesús se sorprendieron
por las palabras de su Maestro: ¿No sería mejor, entonces, respondieron, no
casarse en absoluto? El asombro de los discípulos manifiesta el contraste entre
la forma de la vida cristiana y el modo de vida dominante en el mundo. Se
quiera o no, la Iglesia en Occidente está en vías de convertirse en una
contracultura, y su futuro ahora depende principalmente de si es capaz, como la
sal de la tierra, de mantener su sabor y no ser pisoteada por los hombres.
La
belleza de la enseñanza de la Iglesia solo puede brillar cuando no está aguada.
La tentación de diluir la doctrina se refuerza en la actualidad por un hecho
inquietante: los católicos se están divorciando casi tan frecuentemente como
sus homólogos laicos. Claramente algo ha ido mal. Va en contra de toda razón pensar
que todos los católicos divorciados y vueltos a casar civilmente, han comenzado
sus primeras nupcias firmemente convencidos de su indisolubilidad y luego han
cambiado fundamentalmente su parecer a lo largo del camino. Es más razonable
suponer que contrajeron matrimonio sin saber claramente lo que en primer lugar estaban
haciendo: quemar las naves tras de sí para siempre (es decir, hasta la muerte),
de suerte que la idea misma de un segundo matrimonio simplemente ya no existía para ellos.
Lamentablemente,
la Iglesia Católica no está exenta de culpa. La preparación para el matrimonio
cristiano muchas veces no ofrece a las parejas comprometidas una imagen clara
de las implicaciones de un matrimonio católico. Si fuese así, probablemente muchas
parejas decidirían no casarse por la Iglesia. Para otros, de seguro, una buena
preparación para el matrimonio proporcionaría un impulso eficaz para la
conversión. Hay un inmenso atractivo en la idea de que la unión de un hombre y
una mujer está "escrita en las estrellas", que perdura en lo alto, y
que nada puede destruirla, tanto "en los momentos buenos como en los malos".
Esta convicción es una fuente maravillosa y estimulante de fortaleza y alegría
para los cónyuges que luchan en medio de sus crisis matrimoniales buscando dar
nueva vida a su viejo amor.
En
lugar de reforzar el recurso natural y obvio de la estabilidad matrimonial,
muchos eclesiásticos, incluidos obispos y cardenales, prefieren recomendar, o
al menos tener en cuenta, otra opción, como una alternativa a la enseñanza de
Jesús, y que sería fundamentalmente una capitulación frente al gran público
secularizado. Se nos dice que el remedio al adulterio que entraña el nuevo
matrimonio de los divorciados, ya no es la contrición, la renuncia y el perdón,
sino el paso del tiempo, la costumbre, como si la aceptación social general y
nuestra comodidad personal hacia nuestras decisiones y hacia nuestras vidas
tuvieran un poder casi sobrenatural. Se dirá que esta alquimia supuestamente
transforma un concubinato adúltero que llamamos "segundo matrimonio"
en una unión aceptable de ser bendecida por la Iglesia en nombre de Dios. Según
esta misma lógica, desde luego, también sería justo para la Iglesia bendecir
las uniones homosexuales.
Pero
esta forma de pensar está basada en un profundo error. El tiempo no es de suyo creativo.
Su paso no restaura la inocencia perdida. De hecho, su tendencia es siempre a
lo opuesto, es decir, a aumentar la entropía. Cada instancia de orden en la
naturaleza es arrebatada de las garras de la entropía y con el tiempo termina
por caer otra vez más bajo su dominio. Como dice Anaximandro: "De donde
surgen las cosas, ellas vuelven tarde o temprano, según la hora señalada".
Sería un error volver a presentar el principio de la decadencia y de la muerte
como una cosa buena. No debemos confundir el debilitamiento progresivo del
sentido del pecado con su desaparición y atenuar nuestra responsabilidad en
relación a ello.
Aristóteles
enseñó que hay un mal mayor en el pecado habitual que en una simple caída acompañada
por el aguijón del remordimiento. El adulterio es un ejemplo de ello, sobre
todo cuando lleva a nuevos y legales acuerdos de "nuevo matrimonio" que
son casi imposibles de deshacer sin gran dolor y esfuerzo. Tomás de Aquino usa
el término perplexitas para
caracterizar casos como estos. Son situaciones de las cuales no se puede salir sin incurrir, de un modo o de otro, en alguna
culpabilidad. También un solo acto de infidelidad deja al adúltero en la perplejidad:
¿Debe confesar su acto a su cónyuge o no? Si lo confiesa, bien podría salvar el
matrimonio y, en todo caso, evitar una vergüenza que podría terminar por destruir
la confianza mutua. Por otra parte, una confesión podría suponer una amenaza
aún mayor para el matrimonio que el propio pecado (esta es la razón de por qué
los sacerdotes a menudo aconsejan a los penitentes no revelar la infidelidad a
su cónyuge). Nótese, además, que Santo Tomás enseña que nunca caemos en la perplexitas sin un cierto grado de culpabilidad
personal, y que Dios lo permite como un castigo por el pecado que en primer
lugar nos ha puesto sobre el mal camino.
Sostener
a nuestros hermanos cristianos en medio de la perplexitas de un nuevo matrimonio, mostrarles empatía y
asegurarles la solidaridad de la comunidad, es una obra de misericordia. Pero admitirlos
a la comunión sin contrición y regularizar su situación sería una ofensa contra
el Santísimo Sacramento, otra más entre las muchas que se han cometido en
nuestros días. La enseñanza de Pablo sobre la Eucaristía en la primera carta a
los Corintios culmina con una advertencia contra la recepción indigna del Cuerpo
de Cristo: El que lo come y bebe indignamente, come y bebe su propia
condenación. ¿Por qué los reformadores litúrgicos no colocaron estos versos
decisivos en todas las fiestas y no solo en la segunda lectura de la Misa del
Jueves Santo y del Corpus Christi? Cuando toda la asamblea se levanta para
recibir la comunión domingo tras domingo, uno debería preguntarse: ¿Es que las
parroquias católicas están compuestas exclusivamente por santos?
Pero
todavía hay un último punto que con todo derecho debe ser el primero. La Iglesia
admite que manejó los abusos sexuales de menores sin tener suficientemente en
cuenta a las víctimas. El mismo esquema se repite aquí. ¿Alguien siquiera ha
mencionado a las víctimas? ¿Alguien habla de la mujer y de sus cuatro hijos que
su marido ha abandonado? Ella podría estar dispuesta a recibirlo, aunque solo
sea para garantizar que los niños estarán cuidados, sin embargo, él tiene una
nueva familia y no tiene intención de regresar.
Mientras
tanto, el tiempo pasa. El adúltero desea recibir la comunión de nuevo. Él está
dispuesto a confesar su culpa, pero no está dispuesto a pagar el precio, es
decir, llevar una vida de continencia. La mujer abandonada se ve obligada a
mirar cómo la Iglesia acepta y bendice la nueva unión. Como añadiendo un
insulto a la injuria, su abandono recibe un timbre de aprobación eclesiástica. Entonces
sería más honesto sustituir la frase "hasta que la muerte los separe"
por "hasta que el amor de uno de ustedes se enfríe", una fórmula que
ya está siendo recomendada en serio. Pero hablar aquí de una "liturgia de
bendición" más bien que de un nuevo matrimonio ante el altar, sería un engañoso
juego de manos que simplemente lanza polvo a los ojos de la gente.
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