Todo
intento por dar razón del colapso litúrgico que sobrevino a la Iglesia después
del Concilio Vaticano II me parece digno de atención. Individuar causas y
motivos del hundimiento del culto católico en vastos sectores de la Iglesia, se
vuelve hoy un servicio indispensable si
se quiere reencontrar la senda perdida. En tal sentido, las consideraciones del
escritor inglés Philip Trower, en su libro Confusión
y verdad, (ed. buey mudo, Madrid 2010) sobre las ideas que han favorecido
el estado decadente de la liturgia actual, son de gran interés. En relación a
ellas escribe Trower: “Es difícil concebir un tipo de culto mejor
calculado para alejar de la Iglesia a hombres y mujeres con ansia de Dios que
una liturgia celebrada siguiendo estos principios” (p. 716). Entre éstos, el autor señala cuatro principios cuya mala
interpretación y aplicación han sido los principales responsables de la
devaluación de la liturgia de Pablo VI.
El
primer principio litúrgicamente poco feliz se debe a la influencia del racionalismo ilustrado. Según Trower, “De acuerdo con este esquema mental, el fin
principal de la liturgia es instruir. Nadie dice explícitamente que el culto de
Dios no sea el objetivo primordial de la liturgia, pero cuando prevalece este
esquema mental, el culto tiende a ser algo así como un joven compañero. Por
supuesto que en la liturgia existe espacio para la “instrucción”, pero “no
aprendemos de las lecturas de la Escritura y del resto de la liturgia como lo
hacemos en “clase” de catecismo o estudiando libros sobre la fe donde los temas
están dispuestos en un orden lógico. En
la liturgia, la verdad divina es transmitida a nuestras almas de manera
diferente. Cuando la liturgia se utiliza sobre todo como herramienta de enseñanza,
puede dejar de enseñar” (p. 714).
En realidad, concluye más adelante el autor, una “liturgia demasiado instructiva
es como una conversación con un rey constantemente interrumpida por cortesanos
y secretarios” (p. 716), y
por lo mismo agotadora.
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