Emotiva fotografía tomada horas después del fallecimiento de San Josemaría
Escrivá. En ella se aprecian sus restos mortales reposando sobre un túmulo
negro en el suelo de la nave de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, junto al altar.
Allí fueron velados hasta las exequias solemnes celebradas al día siguiente con
el posterior entierro en la cripta de la misma iglesia. Mientras tanto se
suceden una tras otra las misas celebradas por su eterno descanso, junto a una
peregrinación ininterrumpida de personas que rezan y besan sus manos o su
frente, con conciencia de estar ante venerables reliquias. Por deseo expreso de
don Álvaro del Portillo, su fiel colaborador y primer sucesor, hoy Venerable Siervo
de Dios, se le revistió con ornamentos de color rojo. Como se sabe el rojo es
el color de los mártires. Creo entrever en esa disposición de Mons. del
Portillo su deseo de manifestar delicadamente que San Josemaría Escrivá moría
mártir de la Iglesia. Sí, su dolor por la Iglesia fue profundo, constante; le
arrancaba lágrimas, le quitaba el sueño, le mantenía en permanente vigilia de
oración, le consumía sus energías en el cuidado del rebaño encomendado. “Sufro muchísimo, hijos míos”, “me duele la
Iglesia”, repite con frecuencia; “estamos
viviendo un momento de locura. Las
almas, a millones, se sienten confundidas. Hay peligro grande de que en la
práctica se vacíen de contenido los Sacramentos –todos, hasta el Bautismo-, y
los mismos Mandamientos de la ley de Dios pierdan su sentido en las
conciencias”, le oyen también decir sus más cercanos. Desde la profundidad
de ese dolor y bajo el impulso de la gracia va tomando fuerza la idea de
ofrecer su vida por la Iglesia y el Romano Pontífice, con intensión de reparar,
de urgir al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús a poner fin, o al
menos acortar, el duro tiempo de prueba que agita a la Iglesia santa. El 26 de
junio de 1975, hacia mediodía, Dios aceptaba su ofrecimiento.
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