«Celebramos esta ordenación episcopal
en la fiesta de los tres Arcángeles que la sagrada Escritura menciona por su
propio nombre: Miguel, Gabriel y Rafael.
Esto nos trae a la mente que en la Iglesia antigua, ya en el Apocalipsis, a los
obispos se les llamaba "ángeles" de su Iglesia, expresando así una
íntima correspondencia entre el ministerio del obispo y la misión del ángel.
A partir de la tarea del ángel se
puede comprender el servicio del obispo.
Pero ¿qué es un ángel? La sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia nos
hacen descubrir dos aspectos. Por una parte, el ángel es una criatura que está
en la presencia de Dios, orientada con todo su ser hacia Dios. Los tres nombres
de los Arcángeles acaban con la palabra "El", que significa
"Dios". Dios está inscrito en sus nombres, en su naturaleza.
Su verdadera naturaleza es estar en él y
para él.
Precisamente así se explica también
el segundo aspecto que caracteriza a los ángeles: son mensajeros de Dios. Llevan a Dios a los hombres,
abren el cielo y así abren la tierra. Precisamente porque están en la presencia
de Dios, pueden estar también muy cerca del hombre. En efecto, Dios es más
íntimo a cada uno de nosotros de lo que somos nosotros mismos.
Los ángeles hablan al hombre de lo
que constituye su verdadero ser, de lo que en su vida con mucha frecuencia está
encubierto y sepultado. Lo invitan a
volver a entrar en sí mismo, tocándolo de parte de Dios. En este sentido,
también nosotros, los seres humanos, deberíamos convertirnos continuamente en
ángeles los unos para los otros, ángeles que nos apartan de los caminos
equivocados y nos orientan siempre de nuevo hacia Dios.
Cuando la Iglesia antigua llama a los
obispos "ángeles" de su Iglesia, quiere decir precisamente que los
obispos mismos deben ser hombres de Dios, deben vivir orientados hacia Dios. "Multum orat pro populo", "Ora mucho
por el pueblo", dice el Breviario de la Iglesia a propósito de los obispos
santos. El obispo debe ser un orante, uno que intercede por los hombres ante
Dios. Cuanto más lo hace, tanto más comprende también a las personas que le han
sido encomendadas y puede convertirse para ellas en un ángel, un mensajero de
Dios, que les ayuda a encontrar su verdadera naturaleza, a encontrarse a sí
mismas, y a vivir la idea que Dios tiene de ellas.
Todo esto resulta aún más claro si
contemplamos las figuras de los tres Arcángeles cuya fiesta celebra hoy la
Iglesia. Ante todo, san Miguel. En la
sagrada Escritura lo encontramos sobre todo en el libro de Daniel, en la carta
del apóstol san Judas Tadeo y en el Apocalipsis. En esos textos se ponen de
manifiesto dos funciones de este Arcángel. Defiende la causa de la unicidad de
Dios contra la presunción del dragón, de la "serpiente antigua", como
dice san Juan. La serpiente intenta continuamente hacer creer a los hombres que
Dios debe desaparecer, para que ellos puedan llegar a ser grandes; que Dios
obstaculiza nuestra libertad y que por eso debemos desembarazarnos de él.
Pero el dragón no sólo acusa a Dios. El Apocalipsis lo llama también "el acusador de
nuestros hermanos, el que los acusa día y noche delante de nuestro Dios"
(Ap 12, 10). Quien aparta a Dios, no hace grande al hombre, sino que le quita
su dignidad. Entonces el hombre se transforma en un producto defectuoso de la
evolución. Quien acusa a Dios, acusa también al hombre. La fe en Dios defiende
al hombre en todas sus debilidades e insuficiencias: el esplendor de Dios
brilla en cada persona.
El obispo, en cuanto hombre de Dios,
tiene por misión hacer espacio a Dios en el mundo contra las negaciones y
defender así la grandeza del hombre.
Y ¿qué cosa más grande se podría decir y pensar sobre el hombre que el hecho de
que Dios mismo se ha hecho hombre?
La otra función del arcángel Miguel,
según la Escritura, es la de protector del pueblo de Dios (cf. Dn 10, 21; 12, 1). Queridos amigos, sed de
verdad "ángeles custodios" de las Iglesias que se os encomendarán.
Ayudad al pueblo de Dios, al que debéis preceder en su peregrinación, a
encontrar la alegría en la fe y a aprender el discernimiento de espíritus: a
acoger el bien y rechazar el mal, a seguir siendo y a ser cada vez más, en
virtud de la esperanza de la fe, personas que aman en comunión con el
Dios-Amor.
Al Arcángel Gabriel lo encontramos
sobre todo en el magnífico relato del anuncio de la encarnación de Dios a
María, como nos lo refiere san Lucas
(cf. Lc 1, 26-38). Gabriel es el mensajero de la encarnación de Dios. Llama a
la puerta de María y, a través de él, Dios mismo pide a María su "sí"
a la propuesta de convertirse en la Madre del Redentor: de dar su carne humana
al Verbo eterno de Dios, al Hijo de Dios.
En repetidas ocasiones el Señor llama
a las puertas del corazón humano. En
el Apocalipsis dice al "ángel" de la Iglesia de Laodicea y, a través
de él, a los hombres de todos los tiempos: "Mira que estoy a la puerta y
llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré
con él y él conmigo" (Ap 3, 20). El Señor está a la puerta, a la puerta
del mundo y a la puerta de cada corazón. Llama para que le permitamos entrar:
la encarnación de Dios, su hacerse carne, debe continuar hasta el final de los
tiempos.
Todos deben estar reunidos en Cristo
en un solo cuerpo: esto nos lo dicen
los grandes himnos sobre Cristo en la carta a los Efesios y en la carta a los
Colosenses. Cristo llama. También hoy necesita personas que, por decirlo así,
le ponen a disposición su carne, le proporcionan la materia del mundo y de su vida,
contribuyendo así a la unificación entre Dios y el mundo, a la reconciliación
del universo.
Queridos amigos, vosotros tenéis la
misión de llamar en nombre de Cristo a los corazones de los hombres. Entrando vosotros mismos en unión con Cristo, podréis
también asumir la función de Gabriel: llevar la llamada de Cristo a los
hombres.
San Rafael se nos presenta, sobre
todo en el libro de Tobías, como el ángel a quien está encomendada la misión de
curar. Cuando Jesús envía a sus
discípulos en misión, además de la tarea de anunciar el Evangelio, les
encomienda siempre también la de curar. El buen samaritano, al recoger y curar
a la persona herida que yacía a la vera del camino, se convierte sin palabras en
un testigo del amor de Dios. Este hombre herido, necesitado de curación, somos
todos nosotros. Anunciar el Evangelio significa ya de por sí curar, porque el
hombre necesita sobre todo la verdad y el amor.
El libro de Tobías refiere dos tareas
emblemáticas de curación que realiza el Arcángel Rafael. Cura la comunión perturbada entre el hombre y la
mujer. Cura su amor. Expulsa los demonios que, siempre de nuevo, desgarran y
destruyen su amor. Purifica el clima entre los dos y les da la capacidad de
acogerse mutuamente para siempre. El relato de Tobías presenta esta curación
con imágenes legendarias.
En el Nuevo Testamento, el orden del
matrimonio, establecido en la creación y amenazado de muchas maneras por el
pecado, es curado por el hecho de que Cristo lo acoge en su amor redentor. Cristo hace del matrimonio un sacramento: su amor, al
subir por nosotros a la cruz, es la fuerza sanadora que, en todas las
confusiones, capacita para la reconciliación, purifica el clima y cura las
heridas.
Al sacerdote está confiada la misión
de llevar a los hombres continuamente al encuentro de la fuerza reconciliadora
del amor de Cristo. Debe ser el
"ángel" sanador que les ayude a fundamentar su amor en el sacramento
y a vivirlo con empeño siempre renovado a partir de él.
En segundo lugar, el libro de Tobías
habla de la curación de la ceguera.
Todos sabemos que hoy nos amenaza seriamente la ceguera con respecto a Dios.
Hoy es muy grande el peligro de que, ante todo lo que sabemos sobre las cosas
materiales y lo que con ellas podemos hacer, nos hagamos ciegos con respecto a
la luz de Dios.
Curar esta ceguera mediante el
mensaje de la fe y el testimonio del amor es el servicio de Rafael, encomendado
cada día al sacerdote y de modo especial al obispo. Así, nos viene espontáneamente también el pensamiento
del sacramento de la Reconciliación, del sacramento de la Penitencia, que, en
el sentido más profundo de la palabra, es un sacramento de curación. En efecto,
la verdadera herida del alma, el motivo de todas nuestras demás heridas es el
pecado. Y sólo podemos ser curados, sólo podemos ser redimidos, si existe un
perdón en virtud del poder de Dios, en virtud del poder del amor de Cristo.
"Permaneced en mi amor",
nos dice hoy el Señor en el evangelio
(Jn 15, 9). En el momento de la ordenación episcopal lo dice de modo particular
a vosotros, queridos amigos. Permaneced en su amor. Permaneced en la amistad
con él, llena del amor que él os regala de nuevo en este momento. Entonces
vuestra vida dará fruto, un fruto que permanece (cf. Jn 15, 16). Todos oramos
en este momento por vosotros, queridos hermanos, para que Dios os conceda este
regalo. Amén.