El pasado 21
de enero el Papa Francisco firmaba el decreto que declaraba a San Ireneo de
Lyon Doctor de la Iglesia, con el título de Doctor unitatis. Un
excelente resumen de su vida y de su pensamiento teológico es la catequesis que
el Papa Benedicto dedicó a esta nueva lumbrera de la Iglesia, auténtico «campeón
en la lucha contra las herejías».
* * *
«En las catequesis sobre las
grandes figuras de la Iglesia de los primeros siglos llegamos hoy a la
personalidad eminente de san Ireneo de Lyon. Las noticias biográficas acerca de
él provienen de su mismo testimonio, transmitido por Eusebio en el quinto libro
de la “Historia eclesiástica”.
San Ireneo
nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir,
en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a
su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de
Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos
de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a san
Ireneo en el colegio de los presbíteros.
Precisamente
en ese año fue enviado a Roma para llevar una carta de la comunidad de Lyon al
Papa Eleuterio. La misión romana evitó a san Ireneo la persecución de Marco
Aurelio, en la que cayeron al menos 48 mártires, entre los que se encontraba el
mismo obispo de Lyon, Potino, de noventa años, que murió a causa de los malos
tratos sufridos en la cárcel. De este modo, a su regreso, san Ireneo fue
elegido obispo de la ciudad. El nuevo pastor se dedicó totalmente al ministerio
episcopal, que se concluyó hacia el año 202-203, quizá con el martirio.
San Ireneo
es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de
doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos
finalidades: defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y
exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden
exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros “Contra las
herejías” y “La exposición de la predicación apostólica”, que se puede
considerar también como el más antiguo “catecismo de la doctrina cristiana”. En
definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia
del siglo II estaba amenazada por la “gnosis”, una doctrina que afirmaba que la
fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que
no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los
intelectuales —se llamaban “gnósticos”— comprenderían lo que se ocultaba detrás
de esos símbolos y así formarían un cristianismo de élite, intelectualista.
Obviamente,
este cristianismo intelectualista se fragmentaba cada vez más en diferentes
corrientes con pensamientos a menudo extraños y extravagantes, pero atractivos
para muchos. Un elemento común de estas diferentes corrientes era el dualismo,
es decir, se negaba la fe en el único Dios, Padre de todos, creador y salvador
del hombre y del mundo. Para explicar el mal en el mundo, afirmaban que junto
al Dios bueno existía un principio negativo. Este principio negativo habría
producido las cosas materiales, la materia.
Cimentándose
firmemente en la doctrina bíblica de la creación, san Ireneo refuta el dualismo
y el pesimismo gnóstico que devalúan las realidades corporales. Reivindica con
decisión la santidad originaria de la materia, del cuerpo, de la carne, al
igual que la del espíritu. Pero su obra va mucho más allá de la confutación de
la herejía; en efecto, se puede decir que se presenta como el primer gran
teólogo de la Iglesia, el que creó la teología sistemática; él mismo habla del
sistema de la teología, es decir, de la coherencia interna de toda la fe.
En el centro
de su doctrina está la cuestión de la “regla de la fe” y de su transmisión.
Para san Ireneo la “regla de la fe” coincide en la práctica con el Credo de los
Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el
Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de
síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos
leer el Evangelio mismo.
De hecho, el
Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo
de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de
quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es
la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El
verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una
cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe
sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios.
Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo
común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe
confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es
apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
Al aceptar
esta fe transmitida públicamente por los Apóstoles a sus sucesores, los
cristianos deben observar lo que dicen los obispos; deben considerar
especialmente la enseñanza de la Iglesia de Roma, preeminente y antiquísima.
Esta Iglesia, a causa de su antigüedad, tiene la mayor apostolicidad: de hecho,
tiene su origen en las columnas del Colegio apostólico, san Pedro y san Pablo.
Todas las Iglesias deben estar en armonía con la Iglesia de Roma, reconociendo
en ella la medida de la verdadera tradición apostólica, de la única fe común de
la Iglesia.
Con esos
argumentos, resumidos aquí de manera muy breve, san Ireneo confuta desde sus
fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los “intelectuales”: ante todo,
no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen
no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la
verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de unos pocos, sino que
todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los
Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el
carácter “secreto” de la tradición gnóstica y constatando sus múltiples
conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a explicar el
concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
a) La Tradición apostólica es
“pública”, no privada o secreta. Para san Ireneo no cabe duda de que el
contenido de la fe transmitida por la Iglesia es el recibido de los Apóstoles y
de Jesús, el Hijo de Dios. No hay otra enseñanza. Por tanto, a quien quiera
conocer la verdadera doctrina le basta con conocer “la Tradición que procede de
los Apóstoles y la fe anunciada a los hombres”: tradición y fe que “nos han
llegado a través de la sucesión de los obispos” (Contra las herejías
III, 3, 3-4). De este modo, sucesión de los obispos —principio personal— y
Tradición apostólica —principio doctrinal— coinciden.
b) La Tradición apostólica es
“única”. En efecto, mientras el gnosticismo se subdivide en numerosas sectas,
la Tradición de la Iglesia es única en sus contenidos fundamentales que, como
hemos visto, san Ireneo llama precisamente regula fidei o veritatis.
Por ser única, crea unidad a través de los pueblos, a través de las diversas
culturas, a través de pueblos diferentes; es un contenido común como la verdad,
a pesar de las diferentes lenguas y culturas.
Hay un
párrafo muy hermoso de san Ireneo en el libro Contra las herejías: “Habiendo
recibido esta predicación y esta fe [de los Apóstoles], la Iglesia, aunque
esparcida por el mundo entero, las conserva con esmero, como habitando en una
sola mansión, y cree de manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma
y un solo corazón; y las predica, las enseña y las transmite con voz unánime,
como si no poseyera más que una sola boca. Porque, aunque las lenguas del mundo
difieren entre sí, el contenido de la Tradición es único e idéntico. Y ni las
Iglesias establecidas en Alemania, ni las que están en España, ni las que están
entre los celtas, ni las de Oriente, es decir, de Egipto y Libia, ni las que están
fundadas en el centro del mundo, tienen otra fe u otra tradición” (I, 10, 1-2).
En ese
momento —es decir, en el año 200—, se ve ya la universalidad de la Iglesia, su
catolicidad y la fuerza unificadora de la verdad, que une estas realidades tan
diferentes de Alemania, España, Italia, Egipto y Libia, en la verdad común que
nos reveló Cristo.
c) Por último, la Tradición
apostólica es, como dice él en griego, la lengua en la que escribió su libro, “pneumatikós”,
es decir, espiritual, guiada por el Espíritu Santo: en griego, espíritu se dice
pneuma. No se trata de una transmisión confiada a la capacidad de hombres más o
menos instruidos, sino al Espíritu de Dios, que garantiza la fidelidad de la
transmisión de la fe. Esta es la “vida” de la Iglesia; es lo que la mantiene
siempre joven, es decir, fecunda con muchos carismas. La Iglesia y el Espíritu,
para san Ireneo, son inseparables: “Esta fe”, leemos en el tercer libro Contra
las herejías, “que hemos recibido de la Iglesia, la guardamos con cuidado,
porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un depósito valioso
conservado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer al vaso mismo
que lo contiene. (...) Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de
Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda
gracia” (III, 24, 1).
Como se
puede ver, san Ireneo no se limita a definir el concepto de Tradición. Su
tradición, la Tradición ininterrumpida, no es tradicionalismo, porque esta
Tradición siempre está internamente vivificada por el Espíritu Santo, el cual
hace que viva de nuevo, hace que pueda ser interpretada y comprendida en la
vitalidad de la Iglesia. Según su enseñanza, la fe de la Iglesia debe ser
transmitida de manera que se presente como debe ser, es decir, “pública”, “única”,
“pneumática”, “espiritual”. A partir de cada una de estas características, se
puede llegar a un fecundo discernimiento sobre la auténtica transmisión de la
fe en el hoy de la Iglesia.
Más en
general, según la doctrina de san Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y
alma, está firmemente fundada en la creación divina, en la imagen de Cristo y
en la obra permanente de santificación del Espíritu. Esta doctrina es como un “camino
real” para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines
del diálogo sobre los valores, y para impulsar continuamente la acción
misionera de la Iglesia, la fuerza de la verdad, que es la fuente de todos los
auténticos valores del mundo». (Benedicto XVI, Audiencia general, Miércoles
28 de marzo de 2007).
Fuente: vatican.va