Nada
cambia en la doctrina, solo cambian sus aplicaciones pastorales ante las nuevas
circunstancias.
Reconozco que este tipo de argumentación me pone nervioso. Por eso me ha
parecido oportuno traducir un artículo (también incluye audio) de Aldo Maria
Valli sobre la ola de «pastoralismo» que inunda a la Iglesia desde hace
décadas. El término «pastoral», tan persistente en la jerga eclesial, parece
haber perdido su genuino significado; frecuentemente manipulado, se ha prestado
para justificar cambios e interpretaciones novedosas en los ámbitos de la fe,
de la moral o del culto. Hoy se tiene la impresión de que «por razones
pastorales» todo puede ser subvertido en la vida de la Iglesia. Por supuesto
que algunas afirmaciones de Valli pueden ser matizadas, pero en su conjunto
ofrecen luz y orientación para comprender algo de estos tiempos revueltos y
confusos que nos ha tocado vivir. Me parece importante el análisis sobre las
consecuencias disolventes que encierra «la pastoral», cuando ésta viene
presentada como una especie de vía alternativa o contrapuesta a la senda
doctrinal o dogmática.
***
El abuso de la pastoral
Por Aldo Maria Valli
Cuando la pastoral reemplaza la doctrina
Una de las palabras más
comunes en la Iglesia actual es «pastoral». No hay discurso en el que esta
palabra no venga utilizada, siempre con un papel central, como si la pastoral
se hubiese convertido en el fundamento de la vida de la Iglesia y de su
enseñanza. Pero la pastoral de suyo es una praxis y, como tal, no puede ser
puesta como fundamento de nada, no puede explicar nada y no puede sostener
nada. En cuanto praxis, necesita una doctrina que la funde y la respalde. Los
resultados de este vuelco están ante nosotros. Desde hace décadas, la Iglesia
Católica insiste sobre el «cómo» sin explicar el «porqué», se ocupa de los
medios para la acción, pero descuida los presupuestos y los fines últimos.
Hace
años, cuando mi esposa y yo éramos un poco más jóvenes, o un poco menos viejos,
había un párroco que nos invitaba a las «reuniones para novios» (todavía se les
llamaba así) para que pudiéramos contar nuestra vida de fe, nuestra unión fiel
y nuestra elección de tener una familia numerosa. Y recuerdo muy bien que las
parejas, en ese salón parroquial donde nos reuníamos, no se sentían atraídas
por el «cómo» habíamos logrado permanecer fieles y tener seis hijos, sino por
el «porqué». En efecto, son las motivaciones las que despiertan más interés.
El
predominio de la visión pastoral es fruto del Concilio Vaticano II. Fue Juan
XXIII quien quiso un Concilio pastoral y no dogmático, un Concilio destinado no
a revisar la doctrina, sino a proponerla mejor, de un modo más conforme a las
nuevas exigencias. El hecho es que en ese Concilio «pastoral» se insinuó una
falta de confianza con relación a la doctrina, considerada no acorde con los
tiempos. En la mayoría de los casos se evitaba decirlo, pero la necesidad de un
maquillaje pastoral nació del hecho de que la Iglesia se sentía atrasada, de
manera que los que sí querían cambiar la doctrina se movieron bien para aprovechar
la oportunidad. Lo cierto es que en el mismo momento en que el Concilio se
declaró «pastoral» introdujo una nota de desconfianza hacia la doctrina, cuando
en realidad nada es más pastoral que la doctrina misma, nada más pastoral que
el dogma que guía y orienta a las ovejas. Este es el malentendido inicial, del cual
en el plano teológico y doctrinal se han derivado múltiples deformaciones, si
no verdaderas y propias herejías, y en el plano litúrgico, múltiples abusos.
En
este Concilio «pastoral» hubo otro malentendido. Se trata de la invitación de
Juan XXIII a curar los errores con la «medicina de la misericordia». Ahora
bien, esta medicina puede ser usada, y de hecho la Iglesia siempre la ha usado,
con todas las personas que, arrepentidas de sus propios pecados, manifiestan
una seria intención de vivir según la ley divina y de no pecar más. Pero el
problema es que, con el Concilio «pastoral» y no dogmático, la Iglesia, para
presentarse más amigable, más joven y más solidaria, pensó que podía aplicar la
misma receta y utilizar la misma medicina también con las ideas y las
ideologías. Sin embargo, éstas no saben qué cosa significa el arrepentimiento y el
propósito de no volver a pecar. El resultado fue que esas ideas e ideologías
fueron, en la práctica, despachadas sin más por la Iglesia, que les permitió
entrar en sus propias filas. Fue así, sobre la base de una supuesta elección
«pastoral», que el relativismo, el subjetivismo, el modernismo, el marxismo y
el comunismo irrumpieron en la Iglesia, conquistando seminarios y cátedras
universitarias. De esta manera fue cómo la doctrina y el depositum fidei
terminaron bajo ataque. La elección pastoral fue en realidad un equívoco
pastoral, que se perpetúa hasta nuestro días, porque no hay nada más pastoral
que una doctrina sólida y claramente expuesta.
Bajo
la bandera de la «pastoral» el Concilio Vaticano II se negó a condenar y a
tomar medidas disciplinarias. De aquí nace aquella actitud que luego hemos
visto aparecer en el «¿quién soy yo para
juzgar?» del Papa Francisco, una frase que quizá se escapó de la mente, pero no por
ello menos densa de valor programático. Una Iglesia que no desea condenar ni
hacer valer una disciplina, obviamente gusta mucho al mundo, que la exalta y
halaga, pero no es Iglesia, porque no es madre ni maestra, sino solo una
compañera de camino que se limita a consolar de manera genérica, sin exhortar a
la conversión y sin ofrecer en último término auténticas perspectivas de
salvación.
Además,
hay que añadir que una cosa es la visión pastoral y otra el pastoralismo, que
presiona en todos los niveles y se aviene muy bien, como veremos, con el
sinodalismo y el democraticismo. También estos «ismos» son en gran parte fruto
del Concilio Vaticano II y de una visión distorsionada de la vida de la
Iglesia, tomada de la política.
Sé
bien que el Vaticano II no puede ser considerado el origen de todos los
problemas, pero está claro que algunos problemas estallaron allí, y lo que
vivimos hoy es una consecuencia directa de lo que sucedió en aquel período
conciliar.
Una
primera consecuencia que me parece evidente es la idea, ampliamente difundida,
de que no es tan importante enseñar las verdades necesarias para la salvación
del alma, sino ayudar a los fieles a vivir su fe aquí, en este mundo. Falsa
dicotomía, porque la mejor manera de vivir la fe en este mundo consiste precisamente
en hacerse intérprete de la verdad.
La
segunda consecuencia es que en la enseñanza ya no hay una última palabra.
Avanzamos según los tiempos y las circunstancias. Como praxis, la pastoral
depende de la realidad en la que se implementa. Decae, por tanto, la idea de
inmutabilidad. Todo es contingente, incluso la enseñanza de la Iglesia. La
doctrina, convertida en esclava de la pastoral, se vuelve un sistema variable.
La
tercera consecuencia es que en el primer plano ya no está Dios, a quien dar
gloria por medio del culto, sino el hombre, con sus necesidades y sus nudos que
desatar. Sucede entonces que la verdad se adapta cada cierto tiempo, según las
circunstancias en las que viven los destinatarios de la enseñanza. Y estas
adaptaciones, en no pocas ocasiones, conducen a desviaciones reales.
Una
cuarta consecuencia es la tendencia a justificar el error y encontrar
atenuantes, de tal modo que la pastoral se convierte de hecho en una
búsqueda de pretextos para poder excusar de la culpa. Si una enseñanza
dogmática se opone al error, una enseñanza pastoral, al menos tal como la hemos
conocido o la conocemos actualmente, asume el error y casi llega a justificarlo en
nombre de la humana «fragilidad».
La
quinta consecuencia es que la doctrina ya no es un corpus unitario, sino que
aparece como realidad fragmentada y despedazada. Al depender de las
circunstancias, la enseñanza pierde su carácter unitario. Entonces se abre el
camino a la idea del pluralismo: muchas respuestas diferentes para muchas
preguntas diferentes. Y aquí llegamos a la moralidad del caso a caso,
dominada por el relativismo.
La
sexta consecuencia es la confusión, bien visible en nuestro tiempo. Al decaer
la unidad de la doctrina, se forman distintas líneas de interpretación y cada
uno puede elegir la que más le guste. Por tanto, lo que es válido en una
diócesis puede no serlo en absoluto en la diócesis vecina. Lo que enseña el
párroco A puede ser diferente de lo que enseña el párroco B. Es una falta de
unidad que se traduce, a su vez, en una pérdida de coherencia, e incluso de
prestigio, de autoridad.
Como
séptima consecuencia, quisiera mencionar el desprecio por la tradición,
percibida como un conjunto de cosas viejas y no como el tesoro a transmitir en
cada época, más allá y por encima de las circunstancias históricas.
Finalmente,
y es la octava consecuencia, subrayo el desprecio radical que los
pastoralistas, no obstante toda la ternura y comprensión mostradas en las
palabras, guardan hacia los fieles, vistos por ellos como criaturas que en
realidad no tienen la posibilidad de acceder a la verdad absoluta e inmutable,
sino que tan solo pueden ser acompañadas hacia ciertas parcelas de verdad,
según las circunstancias.
En
definitiva, hay un fuerte componente determinista en la pastoral, y no podría
ser de otro modo, ya que, como hemos dicho desde el principio, estamos hablando
de una praxis.
Pero
me gustaría concluir con otra consideración. Se refiere al argumento que tantas
veces escuchamos en boca de los «pastoralistas», incluso en niveles muy altos
de la jerarquía, y que consiste en decir: dado que las verdades fundamentales,
ciertas e inmutables, son conocidas por todos, es inútil insistir en ellas; es
mucho mejor ocuparse de la pastoral.
Pero esta es una ilusión colosal, porque no es cierto que la verdad cierta e
inmutable sea conocida por todos. De hecho, a menudo existe una gran
ignorancia, y el pastoralismo no hace más que acentuarla.
Contraponer
pastoral y ley es una operación engañosa. No hay misericordia más elevada y
concreta, no hay pastoral más eficaz, que la practicada por quienes exhortan a
respetar, sin peros, los mandamientos divinos. Estos mandamientos no han sido
dados al hombre como ideales hacia los que deba orientarse en la medida de lo
posible, sino como caminos bien señalados para nuestra salvación y, finalmente,
para nuestro mayor bien.
El
pastoralismo es hijo de una ebriedad ideológica no diferente, en sustancia, de
la que golpeó al pensamiento filosófico; y no es casualidad que ciertos
resultados se vean hoy, justo cuando encontramos guiando la Iglesia a
aquella generación que en el 68 rondaba la treintena.
La
víctima número uno de la embriaguez es el sentido común. Efectivamente, el simple,
querido y viejo sentido común, traicionado por legiones de pseudo-pastores que,
al no tener el valor de decir que ya no creían en las enseñanzas de siempre,
han empezado a discutir sobre el «realismo pastoral»; anteponiendo de hecho el
hombre a Dios, se han puesto a predicar no en vista de la salvación del alma,
sino en vista del bienestar psicofísico de la persona, como si existiera un deber de Dios por perdonar y un derecho de la criatura a ser perdonada.
Como
escuché en la presentación de ese hermoso libro de Monseñor Nicola Bux Con los
sacramentos no se juega, la Iglesia tiene tres caminos para cambiar el corazón
de los hombres: el magisterio, la oración y los sacramentos (sobre todo la
Eucaristía). Hoy, en cambio, la Iglesia prefiere poner en el centro los
programas pastorales genéricos.
Desde
hace más de medio siglo, la Iglesia no hace más que elaborar «planes
pastorales» cada vez más sofisticados y detallados. ¿Pero con qué resultado?
Está a la vista de todos: el «pueblo» está más ateo y más agnóstico, la gente
no va a la iglesia y los sacerdotes y religiosos gozan de menos prestigio y
credibilidad. ¿No basta todo esto para caer en la cuenta de que el camino de los
«programas pastorales» ha fracasado?
Lamentablemente
la Iglesia Católica, al igual que la burocracia estatal, se ha convertido en un
aparato cuyo primer objetivo, a menudo, ya no es servir (a los fieles en el
caso de la Iglesia, a los ciudadanos en el caso del Estado), sino preservarse a
sí misma. Y todo esto se puede traducir con una sola palabra: traición.
Aldo Maria Valli
Fuente: radioromalibera.org y aldomariavalli.it