Publico fotografías de una vitrina –sencilla pero dispuesta con muy buen gusto–
donde se conservan algunos objetos y ornamentos litúrgicos utilizados por San
Josemaría Escrivá. Estas reliquias testimonian lo que tanto repitió en su
predicación: «¡Tratadlo como queráis, pero tratádmelo bien!». Y parte
importante de ese «tratádmelo bien»
referido a Jesús sacramentado era el cuidado exquisito en todo lo concerniente
al culto y a la vida litúrgica. A san Josemaría le impresionaba el detalle y
esplendor con que Dios –ya en la Antigua Alianza– había indicado a su Pueblo
cómo debía ser el culto divino: todo tenía que estar hecho con materiales
nobles, con oro u otros metales preciosos, y con telas finas, cuidadosamente trabajadas.
Siguiendo esa misma lógica, procuró ser siempre magnánimo y espléndido en el culto,
en la construcción de oratorios, en el decoro de sagrarios, vasos sagrados y
paramentos. «La pobretería innecesaria no agrada a Dios –decía–, sobre
todo si el dinero se despilfarra en otras cosas menos importantes».
martes, 26 de junio de 2018
domingo, 24 de junio de 2018
UNA ANTORCHA QUE ARDE Y RESPLANDECE
Copio
un texto de San Bernardo de Claraval extraído de un sermón en la fiesta del
nacimiento de San Juan Bautista. El doctor Melifluo exalta la figura del
Precursor a partir de estas palabras con las que Cristo se refirió a Juan: Aquel era la lámpara que arde y alumbra (Jn 5, 35). Realmente esta lámpara ardió
en amor y reverencia a Jesucristo y con su resplandor arrastró multitud de
corazones en pos del Cordero.
«P
|
ero
ya acerca de la humilde y por todos modos fervorosa devoción de Juan para con
el Señor, ¿qué diremos? De aquí procedió que saltara de alegría en el seno
materno; de aquí que se llenara de pavor en el Jordán al ver que Jesús le pedía
el bautismo; de aquí que no solo negara que fuese Cristo, como le juzgaban,
sino que ni siquiera fuese digno de desatar la correa de su calzado; de aquí
que como amigo del Esposo, se gozara de la voz del Esposo; de aquí que
confesara que él había recibido gratuitamente la gracia, pero que Cristo no
había recibido con medida el Espíritu, sino la plenitud, de la cual recibiesen
todos. ¿No estarás sujeta a Dios, alma
mía? (Ps 60, 1). Porque no seré
yo antorcha ardiente, si con todo el corazón, con toda el alma, con todas mis
fuerzas no amo al Señor Dios mío; puesto que sola es la caridad, la que
enciende el alma para la salud; sola ella la que infunde e inflama aquel
espíritu, que nos prohíben extinguir. Ya veis, pues, como el celo consumía el
corazón de Juan, y al propio tiempo habéis podido notar cómo iluminaba a las
almas, puesto que no hubiéramos podido conocer su ardor si no hubiéramos visto
su resplandor» (San Bernardo, Sermón en
la Natividad de San Juan Bautista, 10).
jueves, 21 de junio de 2018
EL LUGAR DEL ARREPENTIMIENTO
«El que se
confiesa fuera del confesionario se propone sólo eludir el arrepentimiento» escribió Nicolás Gómez Dávila. En efecto, el
hombre moderno frecuenta poco el confesonario porque busca más la absolución
del mundo que el perdón de Dios. Llama la atención con qué facilidad se
confiesan culpas y miserias frente a cámaras y micrófonos y qué poco se oye
decir en público: «he rogado a Dios que me perdone». Esto último proporcionaría más paz y garantizaría mejor la autenticidad del dolor que se declara. A
fin de cuentas, como dice Josef Pieper, quien no percibe en el mal su
componente radical de aversión a Dios, «no puede sino considerar el pecado como
algo inocuo en el fondo» (El concepto de
pecado, Herder 1979, p. 71).
martes, 19 de junio de 2018
TIEMPOS DE PACIENCIA
Enseña
Santo Tomás que corresponde a la paciencia «que el hombre no se aparte del bien
de la virtud a causa de las tristezas, por grandes que sean» (S. Th., II-II, q.
136, a. 4 ad 2). Hoy más que nunca es tiempo de paciencia. Ante los densos nubarrones
que oscurecen el cielo de la Iglesia y del mundo, el creyente debe procurar no
abatirse por la tristeza sino santificarse por la paciencia. No es extraño que
ya desde los primeros siglos, teólogos y santos cantaran las excelencias de
esta virtud, conscientes de la afirmación del Señor: «con vuestra paciencia
poseeréis vuestras almas» (Lc 21, 19). Así la encomia San Cipriano de Cartago:
«P
|
or
ser tan rica y variada, la paciencia no se ciñe a estrechos límites ni se
encierra en breves términos. Esta virtud se difunde por todas partes, y su
exuberancia y profusión nacen de un solo manantial; pero al rebosar las venas del
agua se difunde por multitud de canales de méritos y ninguna de nuestras
acciones puede ser meritoria si no recibe de ella su estabilidad y perfección.
La paciencia es la que nos recomienda y guarda para Dios; modera nuestra ira,
frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta,
doblega la rebeldía de las pasiones, reprime el tono del orgullo, apaga el
fuego de los enconos, contiene la prepotencia de los ricos, alivia la necesidad
de los pobres, protege la santa virginidad de las doncellas, la trabajosa
castidad de las viudas, la indivisible unión de los casados.
La
paciencia mantiene en la humildad a los que prosperan, hace fuertes en la
adversidad y mansos frente a las injusticias y afrentas. Ensena a perdonar
enseguida a quienes nos ofenden, y a rogar con ahínco e insistencia cuando
hemos ofendido. Nos hace vencer las tentaciones, tolerar las persecuciones,
consumar el martirio. Es la que fortifica sólidamente los cimientos de nuestra
fe, la que levanta en alto nuestra esperanza, la que encamina nuestras acciones
por la senda de Cristo, para seguir los pasos de sus sufrimientos. La paciencia
nos lleva a perseverar como hijos de Dios imitando la paciencia del Padre»
(San Cipriano, El bien de la paciencia,
20).
jueves, 14 de junio de 2018
EL TALANTE DE UN GRAN CARDENAL
Escribo
estas líneas en vísperas de la onomástica del Cardenal Robert Sarah. Como nos
cuenta en su libro Dios o nada, «Nací
el 15 de junio de 1945 en Ourous, un poblado de los más pequeños de Guinea, al
norte del país, cerca de la frontera con Senegal. Es una región de media
montaña, alejada de la capital –Conakri–, que las autoridades administrativas y
políticas suelen considerar de escasa importancia». Una vez más la providencia
divina se complacía en ir a buscar lo valioso y grande precisamente allí donde
el mundo no parecía esperar nada. Convencido de que buena parte de la luz y de
la fuerza que revitalizará la Iglesia del mañana procederá del continente
africano, saludamos con reconocimiento y gratitud a este fiel servidor de la
Iglesia y del Romano Pontífice, hombre humilde y orante, a quien también cabe aplicar
las palabras del salmo: He venido a ser
extraño para mis hermanos…, porque me devora el celo de tu Casa (Sal 69, 9-10).
El
propio cardenal nos ha dejado un extraordinario testimonio de lo que a lo largo
de su vida ha sido el manantial de su fidelidad a Dios, particularmente en los
momentos de prueba externa o interna que ha debido afrontar como pastor de la
Iglesia. He aquí sus propias palabras:
«P
|
ara
hacer frente a esta situación, establecí un programa regular de retiro
espiritual. Cada dos meses me marchaba solo a un lugar completamente aislado.
Durante tres días me sometía a un ayuno total, sin agua ni alimento de ninguna
clase.
Deseaba
estar con Dios para hablar con Él cara a cara. Salía de Conakri sin llevarme
nada más que una Biblia, un pequeño maletín para celebrar misa y un libro de
lectura espiritual. La Eucaristía era mi único alimento y mi única compañía.
Esta vida de soledad y oración me permitía cobrar fuerzas y volver al combate.
Creo que, para
asumir su función, un obispo necesita hacer penitencia, ayunar, permanecer a la
escucha del Señor y orar mucho en silencio y en soledad. Cristo se retiró
cuarenta días al desierto; los sucesores de los apóstoles tienen obligación de
imitarle lo más fielmente posible… Ha habido etapas que han dado a mi vida una
orientación decisiva. Pero las más cruciales han sido esas horas, esos momentos
del día en los que, a solas con el Señor, he sido consciente de lo que quería
de mí. Los grandes momentos de una vida
son las horas de oración y adoración. Alumbran al ser, configuran nuestra
verdadera identidad, afianzan una existencia en el misterio. El encuentro
cotidiano con el Señor en la oración: ese es el fundamento de mi vida. Empecé
cuidando esos instantes desde niño, en familia y a través de mi contacto con
los espiritanos de Ourous. Cuando hemos de vivir la Pasión, necesitamos
retirarnos al huerto de Getsemaní, en la soledad de la noche» (Cardenal Robert
Sarah, Dios o nada, Palabra 2015,
p.81-82).
lunes, 11 de junio de 2018
LAS LEYES SUPREMAS DE LA VIDA DEL ESPÍRITU
Resumo con cierta libertad un artículo del conocido teólogo dominico Reginald Garrigou-Lagrange sobre las leyes
supremas de la vida de la gracia. Ante la amenaza de reducir lo cristiano a
un híbrido confuso de solidaridad y sentimiento, este texto de Garrigou-Lagrange nos
presenta la especificidad de la vida cristiana como participación en la vida íntima de Dios, resumida en siete principios generales, de indudable belleza y valor teológico, que rigen el despliegue de la vida espiritual desde su origen en el baustismo hasta su consumación en la gloria.
***
C
|
omo
sucede en los demás géneros de vida, también la vida sobrenatural o vida de la
gracia tiene sus leyes o principios generales que son para el cristiano fuente
de esperanza y consuelo espiritual. ¿Cuáles son estas leyes principales? Garrigou-Lagrange
señala estas siete fundamentales.
1.
La primera dice así: Solo Dios puede producir la vida
sobrenatural de la gracia santificante en nuestra alma espiritual e inmortal.
En efecto, solamente Dios puede producirla porque ella es una participación de
su vida íntima, el germen de la vida eterna, por la cual veremos a Dios cara a
cara tal como Él se ve a sí mismo, y por la cual le amaremos eternamente sin
que nada pueda apartarnos de su contemplación. La vida de la gracia –semen gloriae (semilla de la gloria)– es
como el germen de la visión beatífica y del amor sobrenatural de Dios y de los
justos, visión de amor que no cesará jamás.
2. La
segunda ley se puede formular así: De esta vida sobrenatural de la gracia, derivan
en nuestras almas las virtudes infusas teologales y morales y los dones del
Espíritu Santo. Es por esto que la gracia santificante o habitual es
llamada “gracia de virtudes y dones” (S.
Th., III, q.62, a.2). La gracia es el principio radical de las virtudes
teologales de la fe, de la esperanza y de la caridad. Y cuando la fe y la
esperanza desaparezcan para dar lugar a la posesión de Dios por la visión
beatífica, la caridad, amor sobrenatural de Dios y del prójimo, permanecerá
para siempre.
3.
La tercera ley, que deriva de las precedentes, está formulada por Santo Tomás
de la siguiente manera: El menor grado de gracia santificante en el
alma de un niño pequeño recién bautizado vale más que el bien natural de todo
el universo: "bonum gratiae unius maius est quam bonum naturae totius universi". (I-II,
q.113, a.9, ad 2). Esta ley nos pone delante el inestimable valor de la gracia
santificante en comparación a cualquier otro bien natural.
4.
La cuarta ley de la vida sobrenatural puede formularse así: La gracia santificante, una vez
producida en nuestra alma por el bautismo, debería permanecer siempre en nosotros,
y de hecho duraría siempre si el pecado mortal que nos separa de Dios, y que es
irreconciliable con ella, no nos la hiciera perder. Esta ley nos muestra el
precio de la vida sobrenatural y la gravedad del pecado mortal.
5. Una
quinta ley de la vida sobrenatural enseña que la gracia santificante y la caridad
deberían no solamente permanecer siempre en nosotros, sino que deberían crecer
siempre en nosotros hasta nuestro último suspiro. Deberían crecer
siempre por la Sagrada Comunión
«ex opere operato», por nuestros
méritos «ex opere operantis» y por
nuestras oraciones. Por esto en la parábola del sembrador se dice que uno
rinde 30 otro 60 y otro 100. Las contrariedades cotidianas aceptadas y llevadas
por amor sirven para dar más fruto y crecer en caridad. Son como peldaños de
una escalera que nos aproximan un poco más a Dios. Los Padres de la Iglesia expresan el mismo
contenido de esta ley pero con otras palabras: En el camino hacia Dios, el que
no avanza, retrocede. De modo semejante a un niño que no crece y
permanece deforme, así un alma cristiana que no avanza llega a ser un alma
retrasada. Santo Tomás enseña que cuando nuestros actos de caridad son débiles (remissi) al punto de ser inferiores en intensidad al grado en que esta
virtud se encuentra en nosotros, ellos no obtienen el aumento de caridad que
merecerían. Sólo lo obtendrán si son actos más intensos o generosos. (Cfr.
II-II, q. 24, a.6 ad 1).
6. Una
sexta ley dice así: la gracia santificante y la caridad deberían crecer en nosotros de una
manera uniformemente acelerada. Santo Tomás enseña que el movimiento
natural, por ejemplo la piedra que se aproxima al centro de la tierra, es tanto
más rápido cuanto más se acerca a su término. La gracia nos inclina como una
segunda naturaleza; por tanto las almas en gracia deben crecer más conforme se
aproximan más a Dios. De hecho, la caridad de los santos suele crecer mucho más
en los últimos años de su vida que en los 10 o 20 años primeros tomados en
conjunto. El Santo Doctor ha entrevisto la ley de la gravitación universal y de la
aceleración de la caída de los cuerpos y la ha aplicado al movimiento de las
almas justas que se mueven hacia Dios.
7. Una
séptima ley de la vida de la gracia toca al fin de nuestra vida terrena y se
puede formular así: El orden radical de la vida de la gracia debería continuarse en vida
eterna inmediatamente después de nuestra muerte, si no tuviéramos faltas que
expiar. La razón es que el purgatorio es una justa pena que Dios no
puede infligir más que por una falta evitable y reparable antes de la muerte. Así
se explica que el mayor dolor de las almas del purgatorio consista en la
privación de la posesión de Dios contemplado cara a cara. Estas almas sufren mucho
más de esta privación que durante su vida en la tierra. ¿Por qué? Porque después
de la muerte sería natural, según el orden radical de la vida de gracia, poder
disfrutar inmediatamente de la visión beatífica. Las almas del
purgatorio tienen un hambre y sed de Dios que de momento no pueden saciar. Les
pena el que por su culpa no hayan llegado a tiempo a su cita con Dios. Esta
séptima ley es propia de un orden muy elevado: se cumple especialmente en la
vida de los santos mártires y debe cumplirse también en aquellos que están
dispuestos a padecer el "martirio del corazón" mediante la penitencia y la
expiación. En todo caso vale la pena recordar lo que fue revelado a Santa
Teresa: que de todos los religiosos que había conocido en vida, solo tres
habían evitado el purgatorio.
Otra ley superior de la vida de la gracia consiste en que debido al progreso en el amor a Dios y al prójimo, Nuestro Señor nos incorpora más y más a Él, como miembros cada vez más vivos de su Cuerpo Místico. Por esta progresiva incorporación Él nos asocia primeramente a su vida de infancia, después a su vida oculta, más tarde a su vida apostólica y finalmente a su vida dolorosa, antes de asociarnos a su vida gloriosa en el cielo.
Otra ley superior de la vida de la gracia consiste en que debido al progreso en el amor a Dios y al prójimo, Nuestro Señor nos incorpora más y más a Él, como miembros cada vez más vivos de su Cuerpo Místico. Por esta progresiva incorporación Él nos asocia primeramente a su vida de infancia, después a su vida oculta, más tarde a su vida apostólica y finalmente a su vida dolorosa, antes de asociarnos a su vida gloriosa en el cielo.
Texto original del artículo en francés: salve-regina.com
viernes, 8 de junio de 2018
¿QUÉ SIGNIFICA SER REDIMIDOS?
Comparto
un texto de San Gregorio de Nisa que arroja una cálida y sublime luz sobre el
sentido cristiano de la vida como pertenencia a Cristo. En él, el santo de Capadocia
comenta el significado de los nombres de santificación
y redención que San Pablo atribuye a
Cristo (cf. 1 Cor 1, 30), y su natural
consecuencia para quienes por la condición de cristianos participan también de
los nombres de su Señor.
«Y
|
si consideramos a Cristo como santificación nos mostraremos
verdaderamente partícipes de su nombre, si nos abstenemos de toda acción y
pensamiento perverso e impuro y confesamos en nuestra vida con obras –no solo
de palabra– su poder de santificación.
Conociendo
que Cristo es redención porque se
entregó a sí mismo como precio por nosotros, comprenderemos por esta afirmación
que Él nos hizo propiedad suya a nosotros, rescatados por Él de la muerte con
el precio de su vida, dándonos la inmortalidad como un don precioso de cada
alma. Si, pues, nos hemos convertido en propiedad de quien nos ha redimido,
miremos de tal forma a Quien es nuestro dueño, que ya no vivamos para nosotros
mismos, sino para Aquel que nos compró con el precio de su vida. Por esta razón
no somos ya más nuestros dueños, sino que somos posesión de Aquel que es nuestro
señor porque nos ha comprado. En consecuencia, la voluntad de quien es nuestro
señor será la ley de nuestra vida» (San Gregorio de Nisa, Sobre la vocación cristiana, Ciudad
Nueva 1992, p. 61-62).